Alfredo y Mario


Autor: Xan Solo

Fecha publicación: 03/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Alfredo y Mario son dos íntimos amigos que deciden cambiar sus vidas.

Relato

El pasatiempo preferido de Mario y Alfredo en las aburridas tardes de agosto, era ir a la estación abandonada de tren y medir sus penes. A veces con esfuerzo, pero conseguían ponerlas duras, acercaban sus pelvis de doce años, muy despacio, una frente a la otra, y el pito que antes llegara a tocar la pelvis del otro ganaba.
Eran grandes amigos. Alfredo, el hijo del alcalde de la villa, un rico de familia noble. Y
Mario, el hijo de su ama de llaves. Cada día a las cinco de la tarde se escapaban de sus tareas. La de Alfredo, los deberes de piano, y las de Mario, limpiar la cuadra de un caballo de puesto que tenían en la hacienda. Venían todas las yeguas del entorno a que las preñara ese semental, un caballo de tiro de los más grandes que se habían visto por la zona. Los niños estaban impresionados con la herramienta del equino.
El pito de Mario era siempre el que llegaba primero. Alfredo le daba masajes y lo estiraba con la mano cada noche esperando que así creciera, todos los días se repetía la misma comparación, con los mismos resultados. Alfredo encogía los hombros desconcertado, y los dos se marchaban de la estación con las manos en los bolsillos, pateando las piedras del camino, hasta llegar a un laurel centenario donde tenían su cabaña escondida de todo intruso.
Después, Mario recibía una bofetada o varias por no tener limpia la cuadra de Sultán y a
Alfredo por no saberse la lección de piano. Quizás, esa misma noche mientras cenaban, Alfredo escuchó en la mesa a su padre o su madre la frase «De lo que sé cómo se creía». Y se le iluminaron los ojos.
Al día siguiente estaban los dos niños frente a frente en la estación. Pero Alfredo tenía otras intenciones
―Mario, hoy te ayudaré a limpiar la cuadra de Sultán!
―¿Tú, con esas ropas y esas mano finas que tienes? Ja!
―¿Qué te piensas, que no sé hacerlo?
―¿Qué es lo que quieres realmente? ―le pregunta Mario, conocedor de las pocas ganas de trabajar de su amigo.
―Cortarle un trozo del pito de Sultán y comérmelo.
Mario tarda unos segundos en asimilar el comentario
―¿Estás loco? ¿Y se lo dejamos lisiado y después no puede montar más yeguas? El señor Domingos nos matará!
El señor Domingos era el encargado de cuidar y mantener siempre a Sultán en perfectas condiciones de monta.
―Además, ¿Crees que si te comes el pito de Sultán te va a crecer el tuyo? ―continúa Mario.
―Le cortamos un trocito, nadie se va a enterar! Mira, cogí la navaja que tiene mi padre para cortarse las uñas ―Alfredo le enseña una ínfima navaja con el mango de cerámica blanca.
―Yo no pienso hacer eso, si nos cogen nos pegan una paliza que no olvidaremos en nuestras vidas, o a mí por lo menos.
―Venga, no seas gallina. Le vamos a limpiar la cuadra, la mayoría de las veces tiene el pito colgando. E visto muchas veces al Sr. Domingos haciéndole caricias, al caballo le gusta.
Se las hacemos nosotros también y en un despiste le cortamos un poco.
―Al caballo le gusta que le hagan caricias, no que le cortes un trozo de pito. El Sr.
Domingos se va a enterar.
―No tiene por qué enterarse, se puede hacer daño con la pezuña cuando se tumbe, o a lo mejor, pudo ser un ratón que se la mordió.
―Los caballos casi nunca están tumbados.
―Bueno pues, pues se la mordió estando de pie, total le llega casi al suelo. No es justo que tú la tengas más grande que yo, me tienes que ayudar ―sigue insistiendo Alfredo.
Mario mira fijamente a su amigo. En el fondo esa travesura le encanta.
―Vale, vamos. Pero tú vas a hacer lo que yo te diga. Sultán confía en mí, pero a ti te conoce menos. No puedes hacer ningún movimiento extraño ¿Vale?
Alfredo no sabe la que se refiere con “un movimiento extraño” pero esboza una amplia sonrisa, cierra la navaja y los dos salen corriendo de la estación decididos.
Sultán estaba con la herramienta colgada en su cuadra, comiendo plácidamente un manojo de maíz que le habían traído a mediodía.
―Hola Sultán ―dice Mario cogiendo la horquilla con la que normalmente le saca las cacas al caballo―. Tú espera ahí ―ordena a Alfredo, que comienza a asustarse viendo el descomunal bicho que tiene delante.
―Los caballos sin castrar tienen mucho genio ─prosigue Mario mientras se va acercando al animal y acariciándole la barriga con la mano.
Sultán es de color café con leche claro, pero el rabo y la crin son totalmente negras, con los pelos muy largos de ambos lados. Mario parecía realmente pequeño al lado del caballo, que se mostraba tranquilo, tanto por el calor que apretaba en esas horas de la tarde, como por la visión de Mario en su cuadra, pues el niño le resultaba familiar. En el momento que Alfredo
abre la puerta, el caballo hace un ruido de desaprobación, que Mario calma incrementándole las caricias. Entra y se acerca a la pared con la navaja escondida detrás en la espalda, Sultán lo mira fijamente con un pedazo de maíz en la boca a medio comer. Alfredo se visualiza saltando la puerta para escapar, pues la cerró cuándo entró. Mario se va hacia el otro lado del caballo y le acaricia el miembro, Sultán lo agradece. En total silencio, Mario mira cómplice para Alfredo por debajo de la barriga del animal, aunque no habían articulado ningún plan, parecía que sí. Con las dos manos arriba y abajo en el miembro de Sultán, le hace un gesto a su compañero para que saque la navaja, este lo hace acercándose despacio, sin movimientos extraños. Mario le señala por donde cortar haciendo gestos con las manos. Los dos eran ágiles, esbeltos y bien alimentados, la gente decía que parecían gemelos, a veces solo se diferenciaban por la ropa de diferente clase social que llevaban, y por supuesto confiaban en sus posibilidades, esperando salir ilesos de allí.
Con un corte rápido y diagonal a la altura del glande, le amputan el equivalente a la una uña del dedo gordo. En cuanto el animal comenzó a dar coces y mordidas de un lado a otro, Mario y Alfredo con unos saltos dignos de dos atletas, estaban a salvo y corriendo como el mismo demonio dirección a cabaña que tenían en el viejo laurel. Y allí, sentados y jadeando, Alfredo abre la mano y le enseña orgulloso el trofeo a su amigo.
―¿Cómo te lo vas a comer? ―pregunta Mario aún sin recuperar el aliento.
A lo que Alfredo reacciona metiéndolo en la boca y tragándolo mientras observa la reacción de asco de su compañero.
Hubo un gran revuelo en la hacienda en los días siguientes, y el veterinario sentenció que la lesión tubo que ser algo fortuito, y le impidió cubrir más yeguas durante una temporada. Pasaron las semanas, el animal ya estaba totalmente recuperado, pero Alfredo seguía perdiendo en su particular contienda con Mario. No daba crédito, estaba convencido de que ese era el remedio.
―Tranquilo hombre, ¿Qué más te da? Cuando seamos mayores ya se habrán igualado. Alfredo no se queda convencido. Estábamos ya a mediados de septiembre y las clases iban a empezar. Era el último año que estudiaban juntos, después Alfredo se marchará para Santiago al colegio de la sagrada familia para cursar bachillerato, y Mario se quedará trabajando a tiempo completo en la hacienda del señor.
―¿Quizás sea porque yo soy rico y tú eres pobre?
―¡Que tonterías dices! ―comenta Mario mientras los dos tiran cantos rodados en el río que pasa cerca de la estación.
Jugaban a ver quien conseguida que su piedra rebotara más veces antes de sumergirse en el agua.
―!Si consigo que mi piedra rebote cinco veces es que tengo razón!
Tira la piedra, esta hace lo esperado y Alfredo mira a su compañero con expresión triunfante. Este le devuelve la mirada encogiéndose de hombros en señal de pregunta.
―Todos dicen que somos muy parecidos, los dos hemos nacido el mismo día, somos igual de altos y con el pelo del mismo color.
―Sí, pero lo tenemos cortado diferente, además, tú llevas ropa siempre limpia y de buena calidad ―replica Mario.
―Esa es nuestra única diferencia. Podemos cambiarnos el uno por el otro, nadie lo notará.
―Ah, por mí encantado ―el hecho de dormir en una bonita cama, comer los pasteles que come Alfredo y vestir esas ropas lo seducía, así que aceptó.
Prepararon algo más el plan, se explicaron mutuamente los pormenores de sus familias en la intimidad, y que cosas suelen hacer cuando no están el uno con el otro. También tenían más o menos las mismas notas y una caligrafía muy semejante, así que cambiaron sus vidas.
Ese día, Mario volvió de la estación como Alfredo y Alfredo regresó como Mario.
Estuvieron todo el invierno en la escuela manteniendo el engaño sin que nadie se enterara. Mario aprendió a tocar el piano y otras cosa propias de su clase social, y Alfredo a trabajar con los animales. Sacaron más o menos las mismas notas, y ya en julio regresaron a la estación, los dos más altos pero igualmente idénticos. Y se hizo el milagro, la tenían igual, quizás la de Alfredo un poco más grande.
―!Lo ves, era por eso! Los pobres solemos tenerla más grande que los ricos! ―chilla Alfredo asumiendo ya su rol.
―¿Entonces, seguimos igual? E de reconocer que esta vida me gusta, tu madre es un poco pesada pero bueno. ―contesta Mario.
―La tuya también es pesada de caray, pero si esta nueva vida hace que tenga el pito más grande, por mí me quedo como estoy.
Su amigo se encoge de hombros y contesta con un simple.
―Vale.
Mario se marchó para Santiago sustituyendo a Alfredo, se aplicó en los estudios y finalizó la carrera de derecho. Alfredo se aplicó en la labranza sustituyendo a Mario y se hizo mamporrero. Los dos siguen siendo grandes amigos, felices con sus nuevas condiciones y tamaños. No se las volvieron a medir nunca más, pero Alfredo está convencido de que eligió el camino correcto.