Resumen
El director del museo de cera debe despedir a la mitad de sus empleados a causa de la crisis y la plantilla inicia una huelga.
Relato
REVUELTA EN EL MUSEO DE CERA
Los museos de cera son un espectáculo en decadencia, tuvieron su época y su esplendor, hace décadas, cuando las ofertas de ocio eran mucho más escasas que en la actualidad. Pero, una vez que la cultura audiovisual inundó todos los rincones y todas las retinas, ¿quién iba a pagar por ver a unos patéticos maniquís de cera?
Mi museo agonizaba, la recaudación de las entradas descendía año tras año y el cierre obligado por el confinamiento de la pandemia fue la puntilla que hirió de muerte al negocio. Así que, con dolor de mi corazón, tuve que tomar la decisión de despedir a la mitad de la plantilla -eché a tres empleados, somos una empresa pequeña- para evitar el cierre definitivo, con el consiguiente enfado de los otros tres, que se insubordinaron anunciándome que se ponían en huelga en solidaridad con los despedidos. ¡Insensatos! ¿quién iba a tomarlos en serio? Huelga en el museo de cera, sonaba a chiste. Me dolió, especialmente, que el que capitaneaba la revuelta, por así decirlo, fuese Tobías, un feriante desgraciado que se ganaba la vida repartiendo escobazos en el tren de la bruja hasta que lo echaron de la atracción por borracho y que yo recogí por pena.
Reconozco que mis últimas decisiones museísticas habían sido un desastre, me empeñé en reservar una sala de homenaje a los padres del espiritismo: Allan Kardec, Madame Blavatsky y Sir Arthur Conan Doyle. En su momento me pareció una decisión acertada, los museos de cera siempre han tenido una vinculación, yo diría que casi natural, con lo mistérico y el terror. Mis empleados criticaron con saña aquella elección, ellos querían renovar la exposición de maniquíes con personajes sacados de las películas de superhéroes. Yo consideraba sus propuestas como una horterada descomunal que mancillaba la honrosa trayectoria de los museos de cera, que no sólo eran espectáculos, sino, también, establecimientos de educación y cultura. Por oponerse, mis empleados, hasta censuraron la cuarta nueva figura que encargué, la de Madame Tussaud. Recuerdo que me exalté ante sus reproches, perdí los papeles, como se suele decir, y llegué a insultarles. Pero no era para menos, ¡preferir a Joker -como proponían- en vez de Madame Tussaud, la madre de los museos de cera! ¡si con ella empezó todo! Durante la revolución francesa, Tussaud iba a ser guillotinada por sus vínculos con la aristocracia, cuando fue salvada in extremis del cadalso a cambio de que empleara sus dotes de escultora para hacer las máscaras mortuorias de los cadáveres ilustres. De sus manos salieron las máscaras fúnebres de Luis XVI, María Antonieta, Marat y Robespierre, entre otros. Luego marchó a Londres donde montó un celebérrimo museo de figuras de cera que fue modelo de los demás museos de su clase en el mundo.
Los nuevos muñecos -que no fueron baratos, hay que pagar bien si no quieres que te hagan un adefesio- aburrieron al público, nadie conocía a aquellas cuatro figuras -supongo si hubeiera puesto a Sherlock Holmes en vez de Conan Doyle, la situación habría mejorado algo-. “¿Quiénes son?”, preguntaban los niños señalando con el dedo y sus padres no sabían qué responderles. Traté de enderezar la oferta colocando dos figuras de Cristiano Ronaldo y Messi, que gustaron mucho, pero, para entonces, vino la pandemia y los números rojos de desbocaron.
Como dije, tuve que despedir a la mitad de la plantilla con dolor de mi corazón y no sólo en sentido figurado, sino, también, literal, aquel día sentí unas punzadas en el pecho como no había percibido nunca. Por fortuna, al día siguiente se presentaron todos al trabajo, con caras largas, más propias de un funeral, parece que recapacitaron. Yo me acerqué a mis empleados y les agradecí que cejaran en su actitud que sólo iba en detrimento de la empresa y de sus puestos de trabajo; estaba dispuesto a olvidarme de todo, a hacer ver que no había escuchado sus desplantes, insultos y amenazas, jamás fuí una persona rencorosa. Cuál fue mi sorpresa al constatar que ellos hacían oídos sordos a mis palabras conciliadoras. Los cabrones simulaban que no me veían, me hicieron descaradamente el vacío. En los días que siguieron persistió el ninguneo y me percaté que un jefe también puede ser víctima de acoso laboral a cargo de sus empleados. Daba igual que yo me mostrase indulgente o severo, ellos pasaban a mi lado sin mirarme ni dirigirme la palabra. Mi indignación estalló a finales de aquella semana cuando leí una esquela con mi nombre en la prensa. Habíamos tenido diferencias y una negociación dura, pero aquello era cruzar todas las líneas rojas de lo tolerable. ¡Bastardos! hay bromas de tan mal gusto que no se pueden consentir.
Al mes siguiente, justo antes de las fiestas navideñas, ocurrió algo truculento. Los empleados instalaron en la “sala de los horrores” una guillotina en acción decapitando a un reo. La cabeza que asomaba en el cesto era mi propia crisma imitada en cera y embadurnada de falsa sangre. La testa pertenecía a un regalo que me habían hecho el artista escultor en agradecimiento por encargarle los últimos maniquís de futbolistas, un busto en cera de mi persona. Dicha escultura permanecía en el armario de mi despacho bajo llave. Así que esos mal nacidos que tengo por empleados habían forzado la cerradura, hurgado en mis cosas y mutilado el busto. Comencé a gritarles como un poseso, pero ellos, una vez más, fingieron que no me oían y, lo que era más curioso aún, el reducido público que comentaba la novedad de la “navaja nacional”, como la llamaban los franceses al artefacto letal, tampoco se inmutó. Comencé a mosquearme, “aquí pasa algo raro”, me dije. Entonces leí el cartel que se exhibía al pie de la guillotina: “La cabeza de cera corresponde a la imagen del fundador de este museo, muerto por un ataque cardiaco. Creemos que allí donde se encuentre le gustará este homenaje de verse representado en una más de las figuras de cera que tanto amó en vida”.