Adicta


Autor: Max Izquierdo

Fecha publicación: 10/01/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Relato sobre una adicción contada desde el otro lado al del adicto.

Relato

ADICTA

La conocí sin culpas. Me la adjudiqué sin miedos. Su belleza era sublime. Sus encantos duraderos. Supe su nombre más temprano que tarde. Laura le decían. Debió haber tenido entre 15 y 16 años cuando me encontré con ella. La observé un par de minutos antes de acercarme. Jugueteaba con sus rizos y se camuflaba en un escenario de flores y jardines. Me sonrió y me dejó mimarla. Su piel era bondadosa. Su epidermis era esponjosa. Sus venas eran angelicales y la sangre que fluía en ella era como la miel. Con cuidado me fui posicionando de cada centímetro de su delicada contextura. Recorrí su vientre, reconocí sus células, acaricié sus huesos. Hasta que rocé su corazón. Debía tener cuidado, porque si me acercaba mucho podría haberme envenenado. Continué despacio hacia arriba, sabía que en esa dirección encontraría su cerebro. Era ahí donde debía llegar. Ese era mi objetivo. No otro. Crucé su garganta y coqueteé con sus cuerdas vocales. La sentí respirar. Vi a través de ella y de sus ojos azules. Estaba en el lugar correcto, con la persona correcta. Seguí un poco más hacia arriba hasta que encontré un lugarcito apartado entre neuronas sonrientes y un trocito de materia gris amable. Y poco a poco comencé a orquestar mi sinfonía.

Comencé a crecer con Laura. Mientras su edad avanzaba yo me iba apoderando de sus gestos primero. De sus pensamientos después. De sus motivaciones, de sus decisiones, de sus comportamientos. No pasaron ni 10 años cuando transformé a Laura en mía. Al principio la influenciaba, luego la dictaminaba. La seduje desde dentro para hacerla dependiente de mí y sólo de mí. No me importó su familia. No me importaron sus amigos. No me importaron sus estudios. Mucho menos su futuro. Su cuerpo se había descuidado y su ternura se había quebrantado. Su estampe ya no era dulce de niñita quinceañera, sino más bien una fachada desmesurada y burda. De usos excesivos y ojeras frondosas. Su cabella era pálido y su rizos desordenados no la dejaban juguetear como antaño. Sus palabras eran mías y yo las liberaba estratégicamente para mi propio bienestar. La troquelaba de mentiras premeditadas para conseguir lo que yo necesitaba de ella: que me haga crecer, que me dé más poder, que me transforme en ella. Yo quería ser Laura. Yo debía ser Laura. Yo me alimentaba de su cuerpo, de sus pensamientos y anhelos. Yo era Laura.

Una tarde me desperté con un ensordecedor timbre de ambulancia y una parpadeante luz roja que encandilaba. Mi Laura no reaccionaba, estaba desprendida de todo, incluso de mí. Le ponían tubos de plástico y cámaras de aire por las narices. Intenté despertarla para escapar de aquella cárcel. De la violencia. De la violación. Unos doctores se estaban aprovechando de mi frágil Laura. Ella dormía como si nada. Hice ruido. Grité.

“Laura, ¡anímate!, ¿Qué te pasa que no me escuchas? ¡Vámonos de fiesta otra vez! ¡Vamos al callejón del otro día para comprar un poco más!”

Pero Laura no reaccionaba. Era como si no existiera. Era como si Laura me hubiese olvidado. No me habló por días, que se transformaron en semanas, y luego en meses. Laura me desconocía, me ignoraba. Fue entonces cuando caí en una profunda depresión. Ya ni siquiera me atrevía a mirarla a través de sus ojos azules. Ya no me daban ganas de recorrer su sangre de sabor a miel. Me arrinconé en un lugar oscuro y frío de su cerebro, cerca de su sistema límbico. Dormí por años, porque no tenía más ganas de Laura. Ella me había dado la espalda y mi frustración fue mi tumba. La amaba tanto. Tanto. Pero ahora era otra mujer, muy parecida a la niñita que era cuando la conocí.

Ahora soy un viejo ermitaño. Vivo en Laura, pero Laura ya no vive en mí. Y ella, creo, es feliz. Ingrata de mierda.