Pirracas se ha muerto


Autor: Pato

Fecha publicación: 14/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

El abuelo mira el cuerpo inerte de Pirracas, su gato postrado junto a la pata de un mueble. Quiere creer que está dormido, pero el felino ha muerto.

Relato

Pirracas se ha muerto Pseudónimo: Pato
Pirracas se ha muerto. Tiene la boca entreabierta, como si le hubiera faltado aire en el último momento, y el viejo lo mira desde el sillón donde María le ha sentado después de comer. Lo mismo quiere agua, le dice a María, que es su hija, y esta sigue limpiando el polvo pensando en sus cosas, y a veces en el gato muerto, que era toda la compañía del viejo en su encierro del salón, y de vez en cuando también piensa en él, en el viejo, que terminará echando de menos al gato cuando no sienta sus pezuñas trepándole la pierna para hacerse un ovillo en su regazo.
No, papá, Pirracas ya era muy mayor y se ha muerto, pero no ha sufrido. Y el viejo sigue con los ojos clavados en el felino de color blanco con goterones negros que la Naturaleza dejó caer sobre él, sobre todo en el rabo, donde solo la punta es blanca para testimoniar que es el color real de Pirracas.
Habrá que enterrarlo, dice el viejo con una pena inmensa que se le asoma por los ojos que no aparta del gato.
Sí, habrá, habrá, pero ahora tiene que tomarse la pastilla; luego lo llevamos al campo.
Pero allí hará frío, y estará solo.
María congela la gamuza sobre el aparador y mira al viejo a punto de decirle algo que, por lo que sea, se queda atrapado en su garganta, unos segundos, un tiempo inmenso en el que se recrean en su cerebro pulsiones tan distintas como el vínculo de amor que había entre el felino y ese hombre arropado por la gruesa bata de invierno que no deja de mirar al gato, y piensa si lo querría más que a ella, si aún le quedarán sentimientos o todo será un delirio de soledad, de esa que padecen los que yacen en la locura arrinconados por la edad.
Allí estará bien, papá, mucho mejor que si lo llevamos a que lo queme el veterinario.
El viejo levanta la cara para enfrentarse a la mirada de María. ¿Cómo iban a quemar a Pirracas?, pero tampoco le gustará estar solo en medio de la nada.
¿Y sabrá venir por la noche hasta su cesta?
María renueva su actividad con el trapo, lo pasa por el retrato de boda de Nieves, la hija mayor que se casó hace tres años con un médico de Pamplona.
Papá, Pirracas no va a volver. Se ha muerto.
Detiene otra vez el trapo y se gira para decírselo con la vehemencia de los ojos cansados de repetírselo mil veces, pero el viejo no quiere enterarse… o quizá no puede enterarse ya de nada.
Pirracas ha sido feliz mientras ha estado aquí, y tienes que estar contento por ello. Otros gatos mueren mucho antes y después de pasar hambre y frío.
Lo mira con un atisbo de impaciencia. Un gato es un gato, y no hay que darle más importancia que la que se da a los gatos. Lo mejor será quitarlo de en medio, llevárselo a la cocina y que Diego, su marido, lo baje escondido en una bolsa de basura a los contenedores de la acera. Y vuelve a pensar en las relaciones entre los seres. Quiere comprender en esos segundos de mirada que poco a poco se ablanda, la dependencia entre el viejo y el gato. ¿Sería amor? Su padre nunca había exteriorizado sus sentimientos, y ese animal, al que por cierto ella no tenía gran afecto, parecía haberlo vuelto chocho.
¿Se lo has dicho a tu madre?
María baja la cabeza y vuelve a la brega con la gamuza. Su madre ha muerto hace más de diez años, y fue cuando tuvo que hacerse cargo del viejo porque no había dinero para meterlo en una residencia.
¡Eh, María! ¿Se lo has dicho a tu madre, que quieres echarlo de casa?
Sí, papá, se lo he dicho a mi madre y a todo el vecindario, que quiero echar al gato, y luego voy a poner un anuncio en el portal.
María se va a la puerta del salón, da una pasada a los cristales y escapa a la cocina. Será su padre, pero a veces la exaspera, esa falta de lucidez que lo atonta, aunque él no tenga culpa, pero que no lo puede soportar.
El viejo se mete la pastilla en el bolsillo de la bata, toma un trago de agua y se levanta. Tendrá que despedirse de Pirracas, que se lo llevan, que lo van a dejar en el campo. Se acerca al animal y lo acaricia. Lo llama bisbeando, acercando su cara a la del felino, mirándole a los ojos.
- ¿Estás dormido, Pirraquillas?
Se enfrenta a sus ojos, cerrados, pero él no duerme así, nunca le ha visto de ese modo, tan estirado, ignorando su llamada. Posa el pulgar en uno de los párpados y se lo abre, y allí está el ojo, pero al soltar vuelve a esconderse.
¿Qué te pasa, Pirraquillas?
Vuelve a acariciarlo, y es raro que no estire el rabo en señal de agradecimiento.
-El gato no está bueno –musita a María asomándose al pasillo, pero no hay más respuesta que el sonido de la vajilla acoplándose en el lavaplatos.
-¡María! –alza la voz para que se acerque al salón y vea qué hacer con Pirracas, que nunca lo ha visto así, y mientras tanto él regresa a la banqueta sobre la que el animal está extendido, y se arrodilla para mirarlo mejor. Vuelve a abrirle los ojos, y le toca el hocico.
-¿Quieres agua?
Le toma de las patas y se lo lleva al sillón para sentarlo sobre su regazo. No va a permitir que nadie lo saque de esa casa. Si lo hacen él también se irá al campo.
-¡Papá, tráelo aquí! –grita María nada más entrar en el salón buscando al gato y viéndolo sobre las piernas del viejo-. ¡Está muerto, papá, Pirracas está muerto!
Se lo quita con asco y lo lanza contra las patas del aparador. Ella sabe que su padre está menguado de luces, pero no lo ha podido evitar. Tiene que enterarse. Seguro que si la que se hubiera muerto fuera ella no se pondría así. Ni siquiera lo vio tan abatido cuando la muerte de su madre, y ahora, por un gato, que sí, que dolerá, pero… en fin.
El viejo ha vuelto a quedarse solo en el salón, pero no se atreve a levantarse para ir a socorrer a Pirracas, que sigue dormido contra las patas del mueble. Una lágrima termina escapándosele de los ojos mientras se sacude los pelos que día a día, el gato ha ido dejando sobre la bata. Muerto, dice María, y quizá es mejor que se haya ido primero; nadie lo sabría acariciar como él, y fija los ojos en el cuerpo inerte buscándole signos de vida en el vientre, una mínima respiración, un leve movimiento de los bigotes blancos. Y entonces lo ve corriendo por el pasillo bajo el sombrero, jugando, o quizá asustado por la oscuridad. Abultaba poco más que un puño cerrado, y saltaba con torpeza, y emitía un maullido débil para llamar la atención. Cuando quería algo perseguía sus zapatillas, y por la noche se hacía ovillo junto a sus piernas. Los ojos de Pirracas era lo primero que veía al despertarse, y su pelaje manchado lo único que acariciaba a lo largo del día. Si alguien llamaba a la puerta corría a esconderse detrás del sofá, o se metía debajo del aparador para vigilar desde allí, pegado a la pata contra la que ahora, sin saber por qué, se ha quedado quieto.
Ese es tu escondite, Pirraquillas, le dice desde el sofá, pero el gato, estirado sobre las baldosas del suelo, continúa mirando la oscuridad de su interior.