
Resumen
Una historia de como la vida se repite sin poderlo evitar.
Relato
A falta de media hora para las dos, Zulima, la última carrera del padre en el vientre de la madre, que agotada de tanto parto había muerto al dar a luz, descubrió que algo estaba creciendo en su interior. Se había prometido, después de años compartiendo miseria con sus ocho hermanos, que ella no daría su útero a corromper, porque la escasa posibilidad de dejar sin madre a un bastardo le parecía el mayor delito. Su padre, desaparecido en el combate diario de conseguir alimento y poder pagar el techo, había estado ausente. Su hermano mayor, Andrés, y Beatriz, la gemela, habían asumido paternidad y maternidad a la tierna edad de doce años. Carlos, David, Emilia, Fina, Gala, Helena, hacían los ocho hermanos, que por alguna extraña enfermedad venían de dos en dos. En el último embarazo, la madre decidió parar el abecedario y bautizar con Y y Z, por si el universo encantado con el juego, se proponía coronar el alfabeto con su vientre. Contra todo pronóstico esta vez solo llevaba un bebé en ella y como conclusión, el universo decidió que la partera fuera la finada, y así, ser certero en la sequía del útero. Parecía que marido y mujer tenían el don de la fecundidad, y conservar el miembro de él en los pantalones, y el vientre de ella seco, era más difícil que dar muerte, por conceder el placer a la decente mujer.
A falta de media hora para las dos, hora en la que religiosamente el campanario sonaba para dar paso al párroco hacia la mesa, Zulema había derramado gotas, primero de orín en aquella tabla predictora y después en su mejilla camino del cuello.
Solo podía haber un padre, y ese era el Padre, que con cuidadosa engañifa había conseguido que aquella menor se levantara la falda y dejara que él, cual Dios, entrara en su interior.
A falta de media hora para las dos, momento en el que ella cuidadosamente servía la mesa, y tenía a punto la comida caliente en la cazuela, en espera que aquella boca llegara para saciar su estómago redondo, Zulema sintió que el mundo se derrumbaba, que su vida se acababa y que no le quedaba otra que la muerte segura, o la de ella o la de la criatura. Pensó que en todo caso si ella moría, cometería a su vez un parricidio, del que igual obtendría perdón divino puesto que así eximía del pecado a aquel santo varón que perdía la decencia bajándose los calzones. Pensó también en ejecutar al hombre, por la situación en qué la había colocado pero eso no le desharía del problema de su vientre inflado. Así que a falta de media hora para las dos, decidió hacer el completo. Cogió el arma que el cura guardaba con cuidado en la sacristía que ella limpiaba, y la cargó, como si lo hubiera hecho toda su vida.
Y a las dos, cuando el campanario tocaba pareciéndole a ella que era un toque de muerto, y cuando el cura se hubo sentado, persignado y bendecido el alimento, Zulema, que desde que entró a trabajar, comía con el sacerdote, levantó las manos con el arma que el párroco guardaba en el zaguán y apuntó al futuro cadáver.
—Dios quiere juzgarte ya por haberme violado, y provocar que ahora tenga una vida dentro— dijo esperando ver el miedo a la muerte en sus ojos de carnero — Y no te preocupes— continuó— luego que me juzgue a mí por haberte matado, igual nos vamos juntos al averno.
Entonces dejó unos instantes entre el disparo ajeno y el propio, solo para disfrutar de la muerte de aquel impostor. Seguro que el infierno sería mejor que su vida.