Resumen
Las relaciones madre-hija siempre son complicadas.
Relato
La madre de Elena no salía de casa desde la muerte de su marido. Elena no quería dejarla sola. Tampoco quería obligar a Miguel y a los niños a tener que vivir con ella, así que compró el 2ºC. En el tercero, justo encima, vivía su madre.
—Poned la mesa, chicos. Voy a subirle la cena a la abuela antes de que se enfríe.
—Elena —dijo Miguel. Ella se detuvo en la puerta, con el plato en la mano—. ¿Y si hoy pedimos unas pizzas?
—¿Hoy? Pero si es miércoles…
—¡Sí, mamá, sí, pizza! —gritaron los niños. Elena resopló.
—Está bien, está bien, pero olvidaos de ella el fin de semana. —Se dirigió a Miguel mientras los niños aplaudían—: Ve llamando tú, le voy a subir esto a mi madre.
Elena tenía su propia llave, la misma desde los doce años. El piso a oscuras, excepto por una lamparita de tenue luz naranja situada a un lado del sofá. Allí estaba su madre. Veía en la tele un programa de gritos y mentiras.
—Hola, mamá, te traigo la cena. Hoy hay judías verdes.
La mujer no respondió. Tampoco miró a su hija. La casa olía a cerrado y, al dejar el plato de comida en la mesita situada delante del sofá, Elena percibió el fuerte olor de su madre. Olía a sudor antiguo, a armario de pueblo lleno de ropa vieja y sudada.
—Mamá, ¿hace cuánto que no te das una ducha? —La mujer no respondió—. ¿Te preparo las cosas y te duchas antes de cenar?
—No tengo hambre.
—Después del programa, entonces —dijo Elena señalando el televisor.
—No tengo ganas.
Elena echó un vistazo al piso antes de marcharse. Las habitaciones en orden, pero tan vacías de todo que ni siquiera eran fantasmas.
—No os la comáis entera, papis, queremos un trozo para desayunar mañana.
—Menuda guarrada —dijo Elena. Sonreía.
—¡Pero si es lo más rico!
—No sé de quién habrán sacado esa costumbre —dijo Miguel, y guiñó un ojo a su esposa.
—¿Y la Coca Cola? —preguntaron los niños.
Se fueron pronto a dormir. Miguel roncaba como una cortacésped —lo seguía haciendo a pesar de las ridículas tiritas que se ponía en la nariz— y Elena apenas pudo coger el sueño. Esa noche se despertó varias veces, casi cada hora. La última sobre las cinco, cuando escuchó cómo uno de los pequeños se levantaba para ir al baño. No escuchó el grifo ni la cisterna. A los pocos segundos, el niño entró en la habitación de sus padres.
—Mamá, hay una mancha en el techo del baño. Y llueve.
Olía a humedad y a pintura mojada, a agua atravesando los tabiques. Una gotera; de un blanco más oscuro que el blanco del techo, casi gris. Parecía un viejo al que se le cae la baba.
—Despierta a papá —dijo Elena a su hijo—. Voy para arriba.
Miguel fregó el suelo del baño y dejó el cubo de la fregona bajo la gotera. El agua no paraba de caer.
Elena fue directa al baño de su madre y se la encontró sentada en el suelo, con un camisón blanco, completamente empapada. Una película de agua sobre las baldosas; afluentes en el parqué del pasillo. La bañera desbordándose y el grifo corriendo.
—No se cierra —dijo la mujer con tranquilidad.
—¡Mamá! ¡Pero qué has hecho!
Elena intentó cerrar el grifo de la bañera. No pudo. Por más que giraba los mandos éstos daban vueltas y vueltas sin llegar a ningún tope y el agua no dejaba de caer. Entonces Elena fue chapoteando hasta la cocina. Cogió un taburete y se subió en él para alcanzar la llave de paso. Estaba encima de la puerta, igual que en su casa. Desenroscó la tapa y cerró la llave. Luego achicó del suelo toda el agua que pudo, empujando la del pasillo hasta el baño con una escoba y después cogiéndola con vasos o tazas y echándola al lavabo, al váter o al bidé. Del grifo de la bañera ya no caía más que un hilo. Elena ayudó a su madre a levantarse.
—No se te puede dejar sola —le dijo—. Quítate el camisón.
La mujer no reaccionaba. Fue Elena quien tuvo que quitarle la ropa, llevarla al dormitorio y hacer que se pusiese algo seco. Antes había ido a su cuarto de adolescente y había cogido un montón de toallas de la cómoda y las había puesto en el suelo del pasillo y del baño. A continuación la fregona. Todo ello bajo la mirada inerte de su madre.
—No has cortado la luz —dijo la mujer cuando salían por la puerta para ir a casa de Elena. Esta miró a su madre y se contuvo; le hizo caso y cortó la corriente. Antes de hacerlo vio el plato de judías intacto en la mesita del sofá.
Miguel las recibió sin hacer preguntas. La gotera del baño se había hecho más grande y más gris y de ella caía más agua. Junto al cubo de la fregona había varios barreños y boles. Los niños dormían.
—Acabo de acostarlos —dijo Miguel.
—Tendremos que llamar a alguien para que arregle esto —dijo Elena.
—Sí, ya he llamado. Vienen en media hora.
—Mamá, tú quédate en el sillón y no molestes.
La mujer hizo caso. Se sentó en el sofá, cogió el mando y puso la tele.
—En nada me va a sonar el despertador —dijo Miguel—. ¿Desayunamos?
Se prepararon café y unas tostadas con mantequilla. Un hombre vestido con un mono de trabajo lleno de manchas de pintura apareció un poco antes de lo previsto. Primero ojeó el piso de la madre y después el de Elena.
—Tiene todo muy mala pinta —dijo el hombre—. Y eso que usted ha recogido el agua estupendamente.
—Gracias —dijo Elena.
—Les podemos hacer un presupuesto —añadió el hombre.
—Lo que haga falta, claro —contestó Miguel.
Los tres fueron al salón y el hombre se sacó del bolsillo una libreta y un bolígrafo.
—A ver… —comenzó a decir.
—Un momento —interrumpió Elena. Miró a Miguel—. ¿Y mi madre?
La mujer ya no estaba sentada frente al televisor. El hombre observó al matrimonio.
—¿Ocurre algo? —dijo.
Y entonces se escuchó gritar a uno de los niños desde la cocina.
—¡Nuestra pizza! ¡La abuela se está comiendo nuestra pizza!