
Los ojos verdes de la serpiente
Autor: Ostra Rizada
Fecha publicación: 19/03/2023
Certamen: II Certamen
Resumen
El incidente, ocurrido en el desarrollo de la experiencia profesional del protagonista, truncó su ilusión y le evocó otro momento que estaba agazapado, pero que ahora exigía su intervención
Relato
Los ojos verdes de la serpiente
Aquel verano, su empresa continuó con el proceso de expansión. A Jorge le correspondió coordinar la nueva sucursal, que se abriría en Valdivia. Era una experiencia que le ilusionaba, le apetecía vivir un periodo en un país hispanoamericano. Quería conocer in situ las características de la vida en esos países. A sus habitantes los asociaba con los inmigrantes, que en las últimas décadas habían llegado a España; seguro que su visión era parcial. Que habría muchos detalles, que su estancia en Chile, le ayudaría a conocer. No le gustaba ajustarse a unos estereotipos, que siempre se generaban de forma unilateral. Iba dispuesto a descubrir los entresijos de la cultura chilena.
La experiencia estuvo marcada por un incidente natural, al poco tiempo de su llegada a la costa chilena. Toda aventura encierra sorpresas.
Su empresa le había reservado una habitación en un hotel excelente, situado en primera línea de playa. Su intención era acomodarse pronto en un apartamento o una casita individual, pero las obligaciones laborales le absorbían casi toda la jornada.
Los chilenos con los que se relacionaba eran muy hospitalarios, no solo eran sus compañeros de trabajo, mientras permaneciera en el país, eran sus anfitriones, sus protectores y lo hacían muy bien. Le recomendaban que no corriera a cambiar su lugar de residencia, que se diera tiempo para conocer la amplia zona que podría elegir, que no se apresurara. Comprobaba que su ritmo era lento para todo, se fue acomodando, valoraba que lo que perdían en agilidad lo ganaban, de sobra, en amabilidad y cercanía.
El hotel era extraordinario, pero la vida en aquella habitación, situada en la cuarta planta, le resultaba encorsetada, fría, triste. Los inquilinos estaban fuera del recinto hotelero o en sus habitaciones. Los lugares comunes no se ocupaban, nada más que de paso. No se sentía acogido en aquel deslumbrante espacio. Gracias a que contaba con la protección de sus anfitriones.
Nadie le había hablado de que esa zona costera sufría el efecto de maremotos y, en ocasiones, de terribles tsunamis. No pudo tener una inmersión más cruda y más real en esa peculiaridad desconocida, para él, de aquellas costas.
La noche fue terrorífica, se gestó una gran tormenta, primero de viento, las ráfagas silbantes ondeaban las cortinas; luego de agua, las gotas repiqueteaban sobre los cristales. El mar rugía, no era un sonido lo que él percibía, era un bramido, que arrancaba lamentos de su alma. Se asomaba, con pavor, a la terraza y sentía un continuo balanceo. Solo veía bruma y espuma. A medida que avanzaban las horas, pudo divisar escombros llevados y traídos por las inmensas olas. Todo era oscuridad. Temblaba. Mientras fue posible, intentó estar conectado a través de la radio, para saber lo que estaba ocurriendo. Con el paso de las horas llegó la desconexión total. Faltó la luz eléctrica, el teléfono dejó de tener cobertura. Llegó el aislamiento, la penumbra. La situación contribuyó a aumentar su miedo y su impotencia. Cuando se alejaba de la ventana, solo sus gemidos le acompañaban. Para esto no se había preparado. Quería descubrir un país, pero no hubiera querido conocer esta peculiaridad de la zona.
Mientras hubo conexión, desde la recepción del hotel le llegaban mensajes tranquilizadores, después, se sumergió en el vacío, el silencio lo ocupaba todo. Pasó un tiempo, llamaron a su puerta, el sonido de los nudillos sobre la madera le impactó, sintió la cercanía de que alguien se aproximara a él. Descubrió que no estaba perdido en el olvido. Alguien era consciente de su existencia. Una camarera le subió el desayuno; le instó, de parte del director del hotel a no salir de la habitación. El hotel era un espacio seguro, pero el entorno estaba muy afectado. Allí los cuidarían.
Hacia el medio día llegaron más cambios, venían precedidos de una noticia apresurada, tenían que abandonar el hotel, les advertían de que debían estar tranquilos, todo estaba previsto, les acompañarían a su nuevo aposento, Jorge pensó que si el entorno estaba muy afectado y aquel era un lugar seguro, ¿a dónde irían? Lo único que sabía era lo que repetía la megafonía, había que actuar con urgencia. Un minuto podía ser decisivo, lo entendía. Su miedo lo vio reflejado en los rostros de las otras personas, suponía que eran las que compartían la estancia en el hotel. Eran miradas con muchas preguntas dentro, la principal ¿qué pasaría? y sin ninguna respuesta. Dejó de mirarles ¿para qué?
El contacto con la calle fue dantesco. Habían salido sin sus pertenencias, solo una pequeña bolsa de mano con la documentación, es lo que les repetía el mensaje insistentemente. En la puerta de salida, había una persona con una pancarta en la que se leía el nombre del hotel. Iba marcando el camino que debían recorrer, pasaron entre casitas derruidas, muebles arrastrados, árboles caídos, cadáveres. Temblaba, no podía conectar con nadie. Suponía que sus compañeros de trabajo, si hubieran podido, lo habrían localizado, eran tan amables, seguro que, aunque estuvieran acompañados de sus familias, estarían viviendo las mismas penurias que vivía él y que apreciaba en la calle.
Algo captó poderosamente su mirada. Un brazo tatuado. Los ojos verdes de la serpiente estaban en aquel brazo. No había lugar para la duda, tampoco había tiempo para pararse a contemplar si el brazo seguía adherido al cuerpo de la escultural mujer, que el azar le puso a su lado en el vuelo desde Madrid a Santiago de Chile.
Aquella imagen cegó su razón, se volvió insensible a todo lo que había en el entorno. Ya no distinguía más desastres. Nada podía superar la impresión que se había adherido a su mente. Su pensamiento estaba dominado y absorbido por aquellos ojos verdes, no había podido ver la lengua roja del ofidio, seguro que estaría oculta por el barro y que la ciénaga en la que estaba semienterrada la que, él consideró, era la mujer más bella del mundo, no dejaba ver el color rojo en el que se prolongaba la cabeza del reptil.
Era tal su obsesión que, cuando llegaron al lugar en el que los recogía una furgoneta para trasladarlos a un espacio más seguro, su única pregunta, al guía que los había conducía, fue: ¿Cómo desandar el camino recorrido? Añadió que era necesario, a pesar del riesgo, había visto algo y necesitaba confirmarlo.
La mirada del guía fue impositiva, no había tiempo para confirmaciones, ahora había que conseguir sobrevivir, su suerte había sido muy grande, lo podían confirmar con lo que habían visto al atravesar las zonas devastadas. No había tiempo para nada más. Jorge estaba desconcertado. ¿Dónde había ido a parar la empatía que descubrió en los chilenos? ¿Quién había anulado su sensibilidad? ¿Cómo habían cambiado tanto en tan poco tiempo?
No entendía esa dureza de ánimo.
Quiso que el guía le facilitase el nombre de las calles por las que habían transitado. Se acercó a él, sin disimular su estado de zozobra, necesitaba volver a desandar el camino, si ahora no era posible, más tarde lo haría. El problema fue que el guía no continuaría con el grupo y no tenía forma de apuntarle las direcciones. El sí llevaba un bolígrafo y folios en blanco. Ya los había preparado. Le pidió que le relatase muy rápido las direcciones por las que habían transitado, pero ninguno de los dos podía permanecer un minuto más sin desplazarse, todo era correr y correr y seguir la pauta que marcaban personas ajenas a los sentimientos que zarandeaban a Jorge.
Aquella mujer debía ser identificada, quizás fuera él era quien tuviera más posibilidades de hacerlo. El tatuaje había sido el reclamo para que su vista se fijara en ella, además, él tenía todos los detalles de aquel cuerpo perfecto. Durante el vuelo, lo había podido examinar palmo a palmo, a pesar de que ella se cubrió con la manta de viaje y se colocó sobre el pecho un tarjetón, en el que rogaba respeto a su descanso. Cuando sirvieron el menú, la azafata preguntó si no la iban a despertar, Jorge le señaló con un gesto el mensaje que portaba y se encogió de hombros.
Contribuyó al deseo con su silencio, pero la mirada no la había separado de aquella maravilla de mujer. A través de la manta intuía las líneas de su anatomía. Su olor había impregnado el espacio que compartían, identificó la colonia, era la que él regalaba cada año a su madre, el día de su cumpleaños. Se sentía seducido. Había escuchado su lento respirar. Observaba su pecho como subía y bajaba, de forma rítmica, se sentía orgulloso de que su entorno estuviera decorado por aquella realidad, tan próxima y no sabía si lejana, o no, todo era posible. Admiró su inmovilidad total, durante largas horas, seguramente se habría dormido, el compás de su respiración así lo delataba.
Lo que no conocía era su nombre, no estaba escrito en el tarjetón, en el que rogaba respeto a su silencio, al menos en la parte que no quedaba oculta por su brazo. En el brazo destacaba la serpiente de ojos verdes y lengua roja que deseó acariciar en muchos momentos. Lo hizo mentalmente. Llegó a sentir la frialdad de la víbora. Sintió envidia de ella.
Cuándo la vio bajar del avión, sin que antes le hubiera dirigido ni una sonrisa de despedida, valoró la mirada que entrecruzaron, suponía que era un gesto de reconocimiento, por el respeto a su descanso. En su mente, se enredó un sueño, siempre necesitaba que un deseo marcara sus días, si le faltaba, se sentía un ser errático entre las multitudes, tanto si la vida fluye, como si está destruida y oculta por la tragedia.
Un nuevo encuentro con aquel ser idílico podía ser su nuevo aliciente. El futuro seguiría siendo incierto, pero no sería un problema por resolver, iba más allá, era un enigma que tendría que ser descifrado.
Aún no estaba resuelto. Tendría que volver, pero a dónde.