JAO


Autor: Caminante

Fecha publicación: 02/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Madurar es un trabajo arduo y pesado. Menos mal que cuando somos niños no sabemos que tenemos que hacerlo. Toni no tenía ni idea de la que se le venía encima. Por fortuna, pudo superar aquello con la ayuda de Tarzán, Toro Sentado, el general Custer y su vecina rubita. Eso sí, con dos o tres inevitables naufragios.

Relato

JAO
El general Custer es un estúpido, con su sombrerito, su uniforme azul, su bigotito, su sable y su sonrisita de triunfador encima del caballo. Se creerá alguien porque esté al mando de las tropas del Séptimo de Caballería y de esos vaqueros que no saben nada de nada. Y todos, metidos en el fuerte. Son unos cobardes. De momento, nada de poner en mayúsculas lo del séptimo de caballería, porque no se lo merecen. A la mierda las mayúsculas.
Nunca le vamos a perdonar lo que nos hizo el otro día. Es un asesino y un capitán de asesinos. Nosotros sólo nos acercamos al fuerte para preguntarles si pensaban seguir mucho tiempo allí, porque ese territorio es nuestro. De acuerdo, íbamos con las pinturas de guerra, pero sólo era por si acaso. Y va el tal Custer y manda a sus soldados que nos disparen mientras rodeábamos el fuerte dando vueltas y vueltas a lo tonto con nuestros caballos. Yo no sé a quién se le ocurrió que los comanches damos vueltas alrededor de los vaqueros para que ellos nos disparen con sus escopetas. ¡Pero si nosotros sólo tenemos arcos y flechas! A los sioux siempre nos han tratado fatal.
—¿Pero no decías que eras comanche?
—Da igual. Soy un sioux-comanche. Soy lo que me da la gana.
A Toni le venía bien que Rober, su hermano mayor, siempre quisiera ser americano. Decía que, como iba a cumplir nueve años, tenía más derecho. Pues muy bien, que sea americano. Toni siempre había querido ser indio, de eso no tenía ninguna duda; sobre todo porque los indios solían llevar caballos blancos y negros, no como los soldados y los vaqueros, que siempre llevaban caballos marrones, más feos que feos. Además, ellos siempre estaban aburridos en su fuerte, que debía de medir treinta centímetros de largo por veinte de ancho, aunque disponía de una torre para el centinela que estaba muy bien. El tonto de Rober dijo un día que el fuerte era de plástico, no de madera, pero Toni sospechaba que su hermano no debía de ver muy bien. Pero si hasta saltaban las astillas cuando los indios disparaban sus flechas.
El problema era cómo expulsar de allí al general Custer y a todos los demás. Toni no quería echar mano de artimañas innobles porque eso no era digno de un comanche, pero no podía permitir perder cada tarde a tres mil doscientos sioux. O más. No había otro remedio: lo haría una sola vez y después intentaría olvidar que lo había hecho. Sería esa misma tarde, nada más regresar del colegio, y lo ejecutaría inmediatamente después de entrar por la puerta:
—Mamá, dice Rober que el Ramón, ése que nunca se lava y que huele tan mal, se ha pasado el día pegado a él y que ahora le pica todo el cuerpo.
—Uy, qué mentiroso.
—Roberto, ¡a la ducha!
Ya estaba hecho. ¿Innoble? Pues sí, pero era más importante salvar la vida de miles de indios, que son personas. Camino de la habitación, con el terreno despejado, Toni se habría sentido Simón Bolívar, el Libertador, si hubiera sabido quién era aquel tipo. Cuando llegó al fuerte no lo dudó. Tomó a puñados a todos los americanos con sus caballos, sus carros y sus generales cústeres, los sacó del fuerte y los esparció sobre la mesa, sobre las praderas. Tomó a puñados a todos sus indios, sus comanches, sus sioux, sus flechas y sus caballos blancos y negros y los metió dentro del fuerte. Hasta puso sobre la torre al que tenía la pluma menos estropeada, para vigilar.
Era por si llegaba Rober. Y llegó, claro; muy limpio, pero llegó.
—¿Qué has hecho con los americanos? —le preguntó, estupefacto.
—Jao —saludó Toni —Hasta que no marchar de nuestro territorio, te fastidias. Ahora tocar a vosotros dar vueltas.
—Los americanos siempre tienen que estar dentro del fuerte y ganar.
—¡Eso es porque lo digas tú! Os vamos a destrozar.
—Pues no juego.
—Pues no juegues. Jao.
Y allí se quedaron toda la tarde el general del séptimo de caballería y Toro Sentado mirándose las caras. En realidad, no se las veían porque estaba en medio la pared de madera del fuerte, pero allí estaban. ¿Y a quién se le habría ocurrido lo de Toro Sentado? Era ridículo imaginarse eso, un toro sentado, pero Toni nunca lo confesó para no perder fuerza moral ante el enemigo.
Lo peor fue que desde entonces Rober no quiso jugar si Toro Sentado no accedía a sacar a sus comanches del fuerte y restituir el primitivo estado de cosas. Y un día, los sioux y los americanos abandonaron la pradera de la mesa y ocuparon la pradera de la estantería más alta de la habitación. De vez en cuando, Toni miraba a sus sioux y hasta le parecía que algunos estaban engordando por no cabalgar, ni gritar, ni hacer nada propio de indios. Incluso los notaba envejecer un poco.
Menos mal que llegó a los ocho años y que todo se arregló. Fue como un fogonazo. Aquel día de finales de junio, la madre —feliz porque tanto Toni como Rober lo habían aprobado todo —apareció con dos bañadores nuevos.
—Esto, como regalo por haber aprobado —dijo mientras les tendía a cada uno el suyo.
—También será porque necesitábamos bañador, digo yo —apuntó el mayor, haciendo valer sus diez años.
Pero Toni no escuchaba, no veía, no notaba ni el aire a su alrededor. El bañador de su hermano era una cosa vulgar de cuadritos, pero el suyo, el suyo, el suyo... ¡de leopardo! Tardó unas seis milésimas de segundo en correr hasta el baño, encerrarse, quitarse toda la ropa, enfundarse la prenda, mirarse en el espejo y, de pronto, ¡Tarzán!
Faltaban más de quince días para irse a la playa, pero Toni no era nadie si no se paseaba por toda la casa con su bañador de leopardo. Por las tardes se resistía a entregar la prenda a su madre para que, al menos, pudiera lavarla un poco.
—Hijo, que un día se te va a quedar pegado.
Daba igual, Tarzán era capaz de soportarlo todo. ¿Cuánto tiempo podía aguantar Tarzán colgado de un árbol sin hacer ruido para que el tigre no se diera cuenta de que estaba allí y le lanzara la zarpa? Lo que se tardaba en contar hasta ochenta, más o menos. Exactamente lo mismo que Toni colgado de la puerta de la cocina callado para que la tigresa no se diera cuenta y le lanzara la zapatilla. Y eso sólo podía tener una explicación: Toni no era Toni. Era Tarzán.
El problema surgió cuando la familia hacía los preparativos para marcharse a la playa. Tarzán se había acostumbrado a salvar dos o tres veces al día a Raquel. Raquel era la vecina del tercero. Era más mayor, pero tan rubita, tan guapita, con esa sonrisa que le desbarataba a uno, que Toni se pasaba el día sacándola de las fauces de los cocodrilos por amor. Era un secreto desconocido hasta por Raquel. Así es que decidió llevársela. Fue tan sutil, que la vecina ni se enteró de que estaba en la playa con su héroe. Pero estaba y había una prueba de ello. ¿Qué dos letras vocales tenía el nombre de Raquel? ¿Y qué dos letras vocales tenía el nombre de Jane? Y en el mismo orden. Aquello no podía ser casualidad. Y lo de Tarzán también tenía sus razones. ¿Quién pudo haberle puesto ese nombre? Los monos, obviamente, pero seguro que Tarzán se llamaba de verdad Toni. La prueba: los dos empezaban por te.
Lo mejor de todo era que Jane pesaba aún menos que Jane cuando la llevaba cogida por la cintura mientras saltaba de liana en liana. Ocurría todas las tardes.
Por las mañanas, sin embargo, Tarzán prefería arriesgarse solo, sobre todo desde que había descubierto que, al estar al lado del mar, podía naufragar cada vez que le apeteciera. Revisaba el buen estado de su bañador de leopardo y se metía en el agua hasta la cintura. A partir de ese momento era un náufrago que llegaba a una isla desierta. Salía dando tumbos y, al llegar a la arena, caía desplomado. Era cuestión de vida o muerte llegar hasta la palmera, el oasis o el pozo de agua. Por fortuna, las papeleras de aquella playa eran pasmosamente parecidas a las palmeras, los oasis o los pozos de agua, a elegir. Y había que llegar arrastrándose, con las piernas muertas. Un día, un hombre que debía de sentir hipersensibilidad hacia el sufrimiento de niños arrastrados en playas avisó a la madre de Tarzán:
—Señora, creo que su hijo tiene dificultades para respirar.
—No se preocupe —le contestó ella —, es que acaba de naufragar.
Y todo, gracias al bañador de leopardo. Dos veranos fue Tarzán hasta que la prenda amenazó con convertirse en tanga por culpa de la manía de crecer del rey de los monos. Y el bañador desapareció; nunca se supo cuándo, cómo, ni por qué; y eso pese a los suspiritos sospechosos que daba la madre mientras miraba al techo cada vez que Tarzán le pedía cuentas.
Dos hechos ocurridos casi a la vez ayudaron a Toni a superar la pérdida. Un día se apercibió de que Tarzán hablaba igual que Toro Sentado: Yo, Tarzán. Yo, Toro Sentado. Y eso ya no le cuadraba. Otro día descubrió a Raquel tonteando con Ramón, aquel que nunca se lavaba y olía fatal. Pues ése. Igual ya no huele tan mal, se dijo.
Y fue entonces cuando comenzó a crecer.