Gente sin paraguas


Autor: Juan Fababuj

Fecha publicación: 26/02/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Hugo va a encontrarse con la chica con la que ha quedado, pero no sabe que cuando esté a punto de llegar, morirá asesinado.

Relato

Gente sin paraguas
Pseudónimo: Juan Fababuj

Hugo no sabe que va a morir en menos de quince minutos. Como es ajeno a su ineludible fallecimiento, mira su reloj y acelera el paso por evitar llegar tarde al encuentro con María. Siendo su segunda cita con ella, piensa que no estaría bien que María, tal como en la primera, tuviese que volver a esperarlo. Para él, hoy es de aquellos días en los que los transeúntes parecen haberse confabulado para entorpecerle el paso: al salir de casa, un señor paseaba a su perro, al que llevaba sujeto por una correa que atravesaba, por supuesto deliberadamente, toda la acera; después, un joven sobre un patinete lo ha adelantado y le ha rozado el hombro, sin duda con la intención de que perdiera el equilibrio y se cayera; y, hace un minuto, un conductor acaba de aparcar su vehículo justo en el hueco por donde Hugo iba a atravesar la calle. Aun así, él sigue caminando, aproximándose a María, que, lo más probable, piensa, estará saliendo por la boca del metro.
El muchacho camina con la cabeza levantada, preparado para lo que puede acontecer inesperadamente; ya se sabe, la ciudad depara mil situaciones insospechadas que, por si fuera poco, la inevitable lluvia las podría empeorar. Mirando hacia el horizonte urbano, ha podido captar el segundo en el que un rayo se clavaba en la torre de comunicaciones, y su fogonazo le ha permitido entrever un espacio que ya había sido velado por la noche. Porque él no sabe de la cercanía de su final, el relámpago lo ha llevado a elucubrar sobre la posibilidad de que otros rayos caigan por las calles y que María y él puedan jugar a la ficción que propone una noche tormentosa, pues para él sería una forma de convertir el contratiempo de la lluvia en momentos entrañables, siempre que María le permitiese pasar un brazo por su cintura.
No sabe que apenas le quedan… pongamos unos diez minutos de vida. Ya llega tarde, por lo cual vuelve a mirar el reloj y se enfada porque se ha colado un buen pedazo de tiempo por esos agujeros que esparcen los relojes.
Tal vez María se esté aproximando al cine, piensa él, o, en lo peor, ya haya llegado y se haya quedado en la puerta mirando a su alrededor, preguntándose qué excusa le dará el muchacho en este segundo encuentro. De hecho, Hugo ya se ha convencido de que habrá que agarrarse a todo lo que pueda salvarle el tipo delante de ella.
Como todo el mundo esperaba, ha empezado a lloviznar. María al salir del metro abre su paraguas convertido en un parapeto que el viento pretende doblegar; a pesar de ello, avanza hacia la puerta del cine, que percibe a unos doscientos pasos.
Hugo busca como un roedor acercarse a las fachadas para caminar algo más resguardado, pero esa idea también la han tenido otros con los que enfrenta la mirada porque él piensa que va por su derecha y eso es lo correcto frente a los que caminan por la acera equivocada.
La lluvia arrecia —se sabía— ante lo cual, el joven mete las manos en los bolsillos del pantalón y camina algo más encogido, camina como si tuviese frío, como si encogerse y meter las manos en los bolsillos del pantalón fuera el método para no mojarse. Lo cierto es que él se cobijaría en cualquier portal a la espera de que escampase la tormenta, pero si lo hiciera, qué pasaría con María; entonces él llegaría demasiado tarde y abriría la posibilidad de que ella no lo percibiera como a una persona seria. Claro, dos veces, las dos primeras veces podrían ser dos pruebas irrefutables. A pesar de todo, le consuela, ya que irremediablemente llegará tarde, creer que María tampoco será puntual, incluso se la imagina también mojándose y valorando la posibilidad de entrar a cobijarse en algún comercio.
Sin embargo, María ha llegado puntual al lugar de encuentro. Entra en el vestíbulo del cine y cierra el paraguas. Busca a Hugo entre quienes esperan entrar en las salas de proyecciones, pero no lo ve, por lo que decide sentarse y enviarle un mensaje en el que le dice que ella ya ha llegado, que por dónde va él y si le falta mucho. Alguien le dijo que era un irresponsable, pero no recuerda quién.
A Hugo no le deben de quedar más de seis minutos de vida, pero él, perseverante, avanza pegado a las fachadas de la avenida manteniendo el objetivo de llegar lo menos tarde posible, incluso de entrar en la sala con la publicidad en marcha, aunque no les dé tiempo a comprar refrescos.
Una anciana con paraguas ha decidido no cambiar el rumbo cuando llega hasta Hugo. Ella también reivindica ese espacio de falsa protección, a lo cual Hugo, abriéndose hacia el centro de la acera, le cede el paso a la mujer, después recupera la línea que trazan los edificios. Calcula que no estará a más de ciento cincuenta metros de la puerta del cine y eso, más la sensación fría del agua resbalando por la nuca, lo espolean a acelerar los pasos con un trotecillo que quiere mantener hasta donde espera encontrarse con María.
Evidentemente, los semáforos también pueden erigirse como enemigos. Hugo calcula que llegará en no más de tres minutos, pues no sabe que en minuto y medio, dos minutos a lo máximo, ya estará muerto. Antes de que en el semáforo alumbre el verde, echa a correr con la mirada hacia las luces de neón que enmarcan las letras de la marquesina del cine, sin ver que por su derecha está girando un coche rojo cuyos cristales están empañados por el vaho de sus ocupantes. El coche acelera y él, ajeno al vehículo, también acelera: hombre y máquina sorprendidos por un destino con el que no contaban, y, entonces, tanto Hugo como los ocupantes del vehículo evitan el desastre quedándose a escasos centímetros entre sí. Desde el interior del vehículo le dicen que es un gilipollas, alguno cierra amenazante un puño que después choca varias veces contra el cristal. Esos pequeños actos son el estímulo necesario, ellos y no la voluntad de Hugo, los que despliegan el dedo corazón de su mano izquierda ante los ojos turbios de los pasajeros del vehículo. Incrementando los golpes contra los cristales, el auto remprende su recorrido y Hugo el suyo, todos con más palpitaciones de las precisas.
María se ha levantado, ha recorrido el vestíbulo hasta la puerta, donde ha abierto el paraguas antes de salir a la calle. Otea de nuevo a su alrededor, pero no ve a Hugo. Chasca la lengua, resopla, recuerda quién le había dicho que Hugo era un irresponsable, pensamiento que borra a los pocos segundos. Desde la breve altura del atrio del edificio en el que se ubica el cine, repara en que, al fondo, a poco más de cien pasos, se forma cierto aglomeramiento; sin embargo, enseguida, para ella, eso que miraba deja de tener interés. Como Hugo no le ha respondido a su mensaje, no sabe si regresar al vestíbulo o marcharse.
Veinte segundos antes de morir, Hugo cree ver la silueta de María, con su paraguas. Está seguro de que ella intenta localizarlo, por eso busca con la mirada a derecha y a izquierda, en tanto que camina de un lado al otro de la puerta del cine. Quince segundos antes del fin, Hugo está seguro de que esa figura es la de María, a quien percibe algo agitada, por eso él levanta un brazo en el intento de que ella lo vea y se calme, pero María no lo ve. Después, con el gentío, ya será imposible. Todavía tiene el brazo en alto, cuando siente que algo entra en su pecho y, aun saliendo muy rápidamente, permanece dentro; luego, un muchacho corre hasta entrar en un coche rojo que a gran velocidad irá reduciéndose en su tamaño avenida arriba, pero eso ni Hugo ni María lo verán.