
Resumen
La ejecutiva de una multinacional, radicada en Barcelona, dará un giro a su vida tras visitar un pequeño pueblo del Pirineo.
Relato
El Petit Descans
Me incliné hacia la derecha. La fuerza centrípeta me pegó al asiento de la moto con su mano invisible; la firmeza casi agradable. La curva era amplia, como a mí me gustaban, y el siguiente valle se abría delante de mí mientras la iba dejando atrás. El aire era de la pureza que una sólo puede encontrar en la alta montaña, rodeada de pastos verdes, árboles centenarios y ríos glaciares, de esos que parecen hielo líquido al correr por la tierra y la roca. Me puse de pie en los estribos para comprobar si alcanzaba a ver la moto de Marc, pero no tuve suerte; hacía ya muchos minutos que había visto su guardabarros trasero por última vez. En realidad, hacer aquella ruta había sido idea suya. Yo llevaba poco tiempo en Barcelona, por lo que todavía no conocía a mucha gente. Era algo que solía pasarme, ya que la empresa me cambiaba de destino cada pocos meses, y mi trabajo era tan exigente que era difícil hacer amistades fuera. Volví a sentarme, tratando de sumergirme de nuevo en el paisaje y en la carretera que recorría. Frené ligeramente y me incliné, esta vez a la izquierda. Venía otra curva.
Puse el intermitente y giré. Mi moto rugió al abandonar la nacional y adentrarse en el desvío. Aún quedaban un par de horas de luz, y durante la última parada había avisado a Marc de que había un pueblo en el mapa que me había llamado la atención. Podíamos visitarlo y estar en Vielha antes del anochecer.
Pasé al lado de unos ciclistas, a los que saludé con el brazo. Ellos me devolvieron el saludo mientras se lanzaban con sus bicicletas de carretera a toda velocidad. El pueblo no quedaba lejos: encajado en un pequeño valle, con un río que discurría alegremente por el centro de su casco histórico, prometía un refugio cómodo y comida caliente. El centro estaba formado por casas de dos alturas, de piedra gris y tejados de pizarra, con bajos ocupados por tiendas de esquí, restaurantes y cafés. Debí de pasar al lado de un sitio de gofres o crepes, porque mi entrenada nariz captó el olor de inmediato, y se me hizo la boca agua. Los últimos montones de nieve de la temporada habían sido apartados del asfalto y de las aceras, quedando en un punto intermedio. Sonreí para mí misma pensando que aquello era lo que una se imaginaba cuando pensaba en un pueblo del Pirineo.
Marc no parecía compartir mi entusiasmo. Me esperaba al lado de un puente de piedra que salvaba el río para unir las dos mitades de la población, con el contacto apagado y las manos dentro de los bolsillos.
—Hay que volver atrás. —dije mientras le saludaba. —Me ha entrado hambre.
—Laura, tenemos reserva para cenar en el hotel. —contestó Marc frunciendo el ceño. Había sido él quién había llamado, y sentía que era responsabilidad suya cumplir con el anónimo mesero que estaría esperándoles.
—¿Y qué culpa tengo yo? —respondí. Ante el silencio de Marc, tuve que recurrir a mi mejor cara de hacer pucheros.
—Bueno.
Nos sentamos en un agradable café —en realidad en el cartel ponía bistró— y pedimos: un solo para él, y un gofre gigante espolvoreado de azúcar glasé, acompañado por una taza de chocolate caliente, para mí. Pude sentir la desaprobación de Marc. Los dos sabíamos que yo ya no cenaría aquella noche, pero ninguno dijo nada.
En realidad, dentro había más gente de la que parecía. Grupos de amigos que aprovechaban las últimas nieves del invierno para esquiar, familias que acudían a pasar un fin de semana en los Pirineos, más o menos como Marc y yo, y urbanitas que venían a hacer senderismo entre los lagos glaciares de la región; el ambiente general era distendido y de buen humor. Pensé en cómo se parecía aquel lugar a las opciones que habíamos barajado los directivos de la compañía para hacer una escapada con nuestros departamentos. Era tradición que, una vez al año, se invitara a los empleados a un fin de semana que alguna zona rural. Los de recursos humanos lo justificaban con su lenguaje de teambuilding y soft skills, los ejecutivos lo veíamos como un pacto tácito para conseguir unos pocos días al año sin trabajar de verdad, y en general el resto de empleados hasta se lo pasaba bien. Algunos se resistían, pero últimamente las escapadas habían alcanzado tal popularidad que se estaba barajando si ampliarlas a dos al año. Yo sabía que en otras empresas la situación era similar.
Tuve la sensación casi física de que dos partes de mi cerebro, incomunicadas hasta ese momento, formaban una conexión. Llamé a la mesera. Marc me preguntó si me pasaba algo, pero lo ignoré; estaba demasiado centrada en mis pensamientos.
—¿Quieren algo más? —preguntó la chica, sonriente. Casi sentí lástima por ella. Le esperaba media hora de interrogatorio casi profesional.
Le pregunté de todo: periodos de mayor afluencia de turistas, los distintos tipos de clientes que venían al café, el equipamiento que traían… creo que incluso le pregunté por la consumición media en el bar. Afortunadamente ella fue muy paciente, y al final, entre risas, incluso me dejó su número y su nombre por si tenía alguna pregunta más. Una búsqueda rápida en internet me confirmó el precio del metro cuadrado y algunos detalles técnicos. Empezaba a sospechar que sería posible hipotéticamente, aunque una locura al fin y al cabo.
Al principio Marc trató de hacer alguna observación, pero pronto fue sumiéndose cada vez más en un silencio hosco. Parecía que aquel viaje no estaba siendo como él esperaba. Por desgracia, lo que iba a decirle a continuación no lo pondría de mejor humor.
—Me voy a quedar aquí una noche. —anuncié, con la autoridad reservada a los reyes y los niños. —Quiero ver cómo de lejos me lleva esto, aunque sea una tontería. Además, este sitio es tan bueno para pernoctar como cualquier otro.
Pensaba que el ceño de Marc ya no podía bajar más, pero me equivocaba.
—Tenemos la reserva en el hotel de Vielha. —respondió— ¿Qué quieres que les diga?
—A ellos no les importa, total, ya hemos pagado. Cristina me ha dicho que hay un hotel rural en el pueblo, seguro que tienen alguna habitación libre.
Vi en los ojos de Marc que se debatía entre la indignación y sus ganas de no contrariarme. Como sospechaba, trató de que pidiéramos una habitación doble en vez de una individual para cada uno, con el pretexto de que así ahorraríamos dinero, pero yo insistí en lo contrario. A la mañana siguiente, su moto ya no estaba junto a la mía. Tuve la vaga sensación de que debería haber sido más complaciente, de que aquel comportamiento podría traerme consecuencias en mi futuro en la empresa, pero esta se desvaneció junto con los primeros rayos de sol del amanecer.
Primero hice un reconocimiento por el pueblo, fijándome en los carteles de las inmobiliarias. Para mediodía ya tenía todas las localizaciones posibles y, tras un estudio exhaustivo, comencé a hacer las llamadas. Al final me quedé con una de las opciones que había barajado desde el principio. Era una casa rural de dos pisos y buhardilla a las afueras del pueblo, con un balcón de madera y una entrada en arco. Sería lo suficientemente grande, y con una reforma mínima podrían hacerse bastantes habitaciones en las plantas superiores; por otro lado, tenía un magnífico salón con chimenea, y una cocina que seguramente haría que los huéspedes se sintieran más en casa, que en sus propios hogares. Tuve mucha suerte y el dueño estaba en el pueblo. Le ofrecí el precio del anuncio, pero él insistió en hacerme un pequeño descuento; dijo que, ya que iba a quedarme por ahí, sería mejor que empezáramos por llevarnos bien. Estuve a punto de decirle que seguramente no volvería más por allí, o sólo muy de vez en cuando; que aquello era una manera de distraerme antes de hacerme a la idea de quedarme en la gran ciudad hasta el fin de mis días. En el último momento decidí morderme la lengua.
Al principio iba a volverme el domingo por la noche, pero quería a empezar a planificar la reforma ya, por lo que me pedí una semana libre. Sabía que aquello no gustaría nada en Barcelona, pero me debían muchos días de vacaciones, y en realidad no podían hacer nada legalmente. Me sumergí en el proyecto por completo, enfocándome en el estudio de mercado, la segmentación de clientes y mi propuesta de valor. Creo que ha sido la única vez que mi MBA me ha servido realmente para algo.
Todo fue más rápido de lo que esperaba. El domingo siguiente las obras ya habían empezado, por lo que tuve que quedarme. Pedí una excedencia. Afortunadamente, siempre había disfrutado de un buen salario y de demasiado poco tiempo para gastarlo, así que tenía suficiente capital para mis necesidades. A partir de ese momento, todo pareció desenvolverse por su cuenta, como si yo no hubiera necesitado más que un empujón para, de alguna manera, comenzar a transitar una vía que había estado esperándome desde siempre.
Cristina se mantuvo fiel a su palabra, y me echó una mano en lo que pudo. Pusimos wifi de alta velocidad en las habitaciones, una máquina de café a libre disposición de los clientes, y contratamos a una Ana, una amiga suya, como cocinera. Había salido del pueblo para trabajar en Barcelona, en un restaurante de una estrella Michelín, pero pronto descubrió que esa vida no era para ella; agradeció la oportunidad de poder volver con un empleo bien pagado.
Había hecho bien mis deberes y, casi para sorpresa mía, el proyecto tuvo éxito. Todos los años pasan por nuestro hotel centenares de directivos de grandes empresas, atraídos por la naturaleza salvaje del Pirineo, la adrenalina del esquí, y las deliciosas recetas de Ana. Sé que en algunos círculos el Petit Descans se ha convertido en una especie de lugar de retiro, un sitio espiritual para desconectar de la rutina asfixiante que se ha impuesto en las grandes ciudades, pero no es un tema que me siga preocupando. Esta mañana, después de mi ronda de siempre para saludar a algunos vecinos y comprar el pan, he ido a recoger a Cristina en su café. Estoy esperando frente a mi chocolate caliente a que termine de equiparse; hoy haremos una excursión a lo largo del río Escrita. Ana se nos unirá a nosotras en cuanto termine de preparar la comida para nuestros huéspedes, es temporada alta y estamos a tope. Las tres tenemos mucho de qué hablar. Este fin de semana son las fiestas de Vielha, y un amigo de Cristina nos ha invitado a ir.