El Diluvio


Autor: Monserrat Zeni

Fecha publicación: 13/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Dos mujeres, dos hermanas que cargan con el peso de una promesa y se enfrentan a la fuerte travesía de culminar un peregrinaje, cada una con intereses distintos y ocultos. Relata un camino difícil a completar que se compara por analogía con la fuerte ruta de vida que deben enfrentar muchas mujeres en cada generación.

Relato

EL DILUVIO.

Caminábamos hundidas en diez centímetros de agua y lodo durante uno de tantos otoños en Portugal. Nada se divisaba por la torrencial lluvia que nos golpeaba hasta el esqueleto con gélidos vendavales y el temor de concienciar que apenas estábamos a mitad del trayecto a recorrer ese día. El único techo era el cielo amenazante y encapotado por la enfurecida tormenta que se derrumbaba a pedazos dejando un diluvio a su paso con la banda sonora de ensordecedores relámpagos. Parecía quería borrarnos de la faz de la tierra en ese infinito terraplén amarillento con pastizales desbaratados y el mar apostado en el horizonte lateral de nuestras huellas. Sin árboles, sin peregrinos, a merced de los perros famélicos y sobrevivientes, predispuestos a los transeúntes ante el abandono y los hurtos como consecuencia de la crisis de la región que Saramago describía con sus excelsos dones literarios. Creo que solo nos acompañaba Dios en todo ese endemoniado pantano -parecido a los de aquel Macondo de José Arcadio Buendía- bajo los designios de un Google Maps más confundido que nuestras almas compungidas en la cruzada de completar una promesa a nuestra difunta madre, culminar el solitario Camino de Santiago, el mismo que enrutaba hacia al Santuario de Fátima. Mi madre se había llevado a la tumba no solo esa quimera de arribar a Santarém por su adoración mariana, sino también la verdadera intención de aquella travesía, una promesa que trastabillaba tras la culpa del grillete de su crianza, fe febril y estricta cristiandad. Su verdadera motivación era buscar la absolución del pecado de alguien más. Ese alguien era Soledad, mi hermana mayor y acompañante de peregrinaje. En honor a la tradición familiar, Soledad ignoraba que yo aprisionaba su secreto al ser yo la confidente de mi solitaria y joven madre inmigrante desde infancia.
Aferradas a la fuerza trémula de una promesa, la cargamos en cada paso a dar en los más de cien kilómetros estipulados por cuatro días, con la algarabía de entonar las canciones que mamá cantaba en la misa dominical repitiendo con entusiasmo “Dame la mano y mi hermano serás” o “Junto a ti, buscaré otro mar”. En su percepción caminábamos por la misma razón, pero no era del todo cierto, Soledad lo hacía por nuestra madre y yo lo hacía por motivaciones distintas.
Mamá creció en una época de educación cristiana férrea en una geografía que sería liberada de la dictadura mucho tiempo después de ella inmigrar, gracias a la “Revolución de los claveles”. La acompañaba el himno clandestino Grândola Vila Morena, prohibida por el régimen al entonar una lírica que desarmaba “Dentro de ti oh ciudad, el pueblo es quien más ordena”. Ante estas circunstancias, mis padres se embarcaron en el mar en navíos de acero, huyendo también de la hambruna tipo coletazo que dejan los años siguientes a una implacable segunda guerra mundial. En la pequeña Venecia según la comparación del explorador Américo Vespucio, se asentaron, allí al norte del sur, emulando en esa odisea a sus familiares, los mismos que exportaron los señalamientos maniqueos pareciendo algo divorciado a los rosarios piadosos que colgaban en sus paredes.
Frente al escrutinio y represiones de aquella sociedad, mamá se mostraba con una independencia no bienvenida, más imperativa para superar torbellinos de pobreza. Salía adelante con un esposo bueno, pero sumido en la enfermedad del alcohol por las cavilaciones de la bancarrota gracias a algunos hermanos traicioneros. Mamá se mantenía sostenida por su fe e ímpetu. Era una matriarca con temple, sin dejar de ser amorosa. Para olvidar las desventuras, ella ingería de vez en cuando un poco de anís escarchado, esos autóctonos de su ciudad natal que contenían ramas atestadas de azúcar barnizada en su interior. Era hilarante cazarla tomando a hurtadillas esa bebida espirituosa y siempre aseverar en defensa propia que era un licor medicinal para sus suplicios menstruales, a lo que le respondía que entonces su ciclo parecía estar bastante descontrolado. En varias ocasiones encontrábamos lo que llamábamos las botellas del arbolito, ocultas y como estranguladas dentro de unos pudorosos paños bordados. Tan estranguladas como sus libertades.
Mientras mamá daba frente a sus luchas, Soledad libraba las de ella cuando cumplió sus 15 primaveras, con toda la voluptuosidad de una madurez prematura, se erigía como una niña con formas de mujer vibrante que hacía voltear las miradas por su preciosa femineidad, tanto de hombres libidinosos como gente envidiosa. Una tarde Soledad no llegaría a casa como era lo cotidiano, solo mamá aparecía en las mañanas con ojeras en penumbra. Arremetían las llamadas de alguna tía en actitud de enfurruñarse por sospechas que mamá negaba persignándose, terminando luego hundida en un diluvio de lágrimas, tan profundo como el que crecía desmedido a nuestros pies en el pantano del peregrinaje. Esa analogía me haría recordar a mamá exorcizar sus penas al decirme que Soledad estaba hospitalizada, que había tenido una ‘apendicitis’ espontanea. Así denominaban al embrión liberado del cautiverio antes de tiempo, como escudo impotente a las habladurías perniciosas. No era relevante si ocurrió por voluntad o por la malicia de un perpetrador que cercenaba inocencia, simplemente era pecado capital y punto. El mismo “pecado” por el que luego de varias generaciones, sigue poniendo en tela de juicio los derechos de las hembras del mundo. Al final mamá partió con una conciencia atormentada por preceptos de su entorno familiar, sin cumplir su promesa de peregrinar al templo. Comprendí con el tiempo que ella quería hacerlo no para la absolución de Soledad, sino como agradecimiento a que mi hermana había resistido ese tsunami físico y moral a corta edad.
Cumplida la ruta donde llovía afuera y muy adentro en nuestro interior desde Lisboa hasta Santarém, nos detuvimos temblorosas al pie de la Basílica y juntas caminamos hacia los sepulcros de los niños mártires en su misión de evangelizar profecías y apariciones. Soledad y yo nos miramos con ínfulas de triunfo, lo habíamos logrado, ambas cumplimos nuestra promesa, ella por mamá y yo por ella… por su supervivencia ante lo despótico.
El diluvio había cesado…y la luz por fin iluminó el pantano.