BARCO QUE ENCALLA EN MI MENTE
Autor: Orbil Nureel
Fecha publicación: 10/03/2023
Certamen: II Certamen
Resumen
Un hombre se embarca en el recuerdo de uno de sus juegos preferidos de la niñez. Recrea las aventuras, las travesuras, las alegrías y frustraciones. Tal vez lo único que no pueda la imaginación de un niño sea salvar al mundo de la inconsciencia humana.
Relato
1
El barco se veía increíble flotando en las tranquilas aguas azulinas y ya no pensaba en otra cosa que no fuera navegar y tratar de evadirme de las contrariedades del mundo. El tiempo se había detenido entonces y mis ojos permanecieron anclados en él, concentrados en sus bellas formas que a mi parecer eran únicas, hipnotizado por su inestable equilibrio y ese suave vaivén. Yo era Jim Hawkins recién leído, embarcado en una aventura fantástica en dirección a una isla desierta con apenas un problema de piratas qué resolver, el alma insuflada de emoción y el orgullo inundado en los ojos. Nada importaba. Ni el dolor del castigo en las posaderas ni la amonestación verbal en tres tiempos que, persistente, repicaba en mis oídos:
—¡Juan Andrés!... ¡Al cuarto!... ¡A estudiar!
Y había obedecido, al menos en parte, la orden que llegaba a mí con carácter de advertencia y mirada de inmediatez en la ejecución. Me encerré, cómo no, en mi habitación, con la mente a todo vapor resoplando por boca y orejas de la ira contenida: ¿Qué culpa podía tener yo de que la estúpida porcelana importada se hubiese atravesado en la trayectoria del balón? Por supuesto no tenía cabeza para estudiar. Con desgano, tomé el cuaderno cuadriculado cuya carátula me inspiró a la acción: un precioso barco de vela antiguo destacaba en un mar gris y tormentoso. Abrí la tarea y sin pensarlo nada, vengativo, todo un Garfield con su malévola mirada de satisfacción, desprendí con cuidado la hoja inundada de ecuaciones y fraccionarios sin resolver. Solo me tomó un minuto hacerlo, con sus dobleces debidamente alineados y los acabados perfectos. Pensándolo bien, algo de la tarea había hecho sin saberlo, por aquello de la hoja partida en mitades, los quiebres mágicos, la simetría de las proporciones. Gonzo, mi hermano, cuatro años mayor, me había enseñado días atrás los secretos del arte de construir barquitos de papel. Rápidamente me hice todo un experto. Aprendí que no debían quedar las junturas mal alineadas, nada de imperfecciones en las puntas; que hasta las mínimas rendijas auguraban inminente naufragio. Me gustaba hacerlos con las tiras cómicas a color del periódico dominical, embarcarme con sus personajes en toda clase de aventuras acuáticas. Así, un día era Popeye, marino pendenciero y fortachón; otro, el tierno Olafo, un vikingo desdeñoso y amargado; y hasta Condorito, grumete mujeriego y sagaz.
Y allí me hallaba, un rato después del repelón de la porcelana, con el anhelo rebosante en un mar azul cóncavo y artificioso; embebido en la tarea de navegar un barco cargado de quebrados y ecuaciones diluidos que ya no se podrían resolver; con la incógnita de una X marcada en mi mente, ese lugar impensado de un tesoro por descubrir; ido y convencido de que mamá, ocupada en sus labores, no se percataría de que su hijito menor había abandonado la celda de aquel puerto al que momentos antes había sido confinado. Todo era felicidad de lo puro perfecto hasta que las aguas se agitaron frenéticamente: Gonzo apareció de pronto como malvado Poseidón chapoteando con su mano izquierda en el océano. El barquito, ya condenado con la marejada, bien pronto hizo agua. Mi corazón se dejó llevar por el influjo de la corriente venenosa que de inmediato comenzó a hervir en la sangre. Con un certero codazo en su estómago le hice doblarse en dos, a lo que él respondió quejumbroso quitando al instante el tapón de aquel mar enfurecido. En un remolino y por el orificio desaparecieron mis fantasías con el agua; el barquito, atrapado en el fondo, hizo nacer en mí un filibustero vengador. Y luego fue como un motín a bordo del baño de la casa, huracanes de agravios por aquí y borrascas de aguas por allá, una escapada frenética por el pasillo a las escalas, una mechoneada, una patada trapera con tropezón y caída, y una promesa cantada de hacerme caminar por el tablón con los ojos vendados. La revuelta fue acallada en el acto por mamá con severos fuetazos, cantaleta y orden de reclusión en los cuartos hasta el otro día, sin beneficio de probar siquiera un trozo de la prometida torta de melocotón.
Yo era proclive a los sueños y esa noche no fue la excepción: tuve pesadillas con el tapón que, al ser retirado, originó un torbellino voraz que literalmente engulló el barco pirata que comandaba en ese gran mar del lavamanos. Vueltas y vueltas endemoniadas en torno al remolino me hicieron sentir como Mickey, el aprendiz de brujo, incapaz de controlar la debacle. La fuerza de succión inusitada me arrancó de la nave introduciéndome cual torpedo por la oscuridad del ducto. Una muerte segura. Me desperté tosiendo y aterrado, ahogado en mi propia saliva. No obstante, el descanso nocturno no muy reparador, ganado con las travesuras acumuladas del día, hizo que a la mañana siguiente los enojos fraternos se hubieran colado por el sumidero del olvido, como correspondía.
Mi afición por la navegación siguió a flote; es más, se acrecentó con los días al igual que mis ansias de aventurero explorador. En las tardes, durante el invierno, no veía la hora de que se largara a llover y se armaran los charcos para salir por las calles del barrio, una vez escampaba, a probar un nuevo modelo de embarcación. Experimentaba con papeles de colores, de grosor y tamaño diversos; los signaba con banderas, los sometía a pesos con arena, muñecos o piedras diversas; los hacía descender por los ríos canalizados de las aceras, que irremediablemente desembocaban en las alcantarillas donde, al final, gorgoteando, encallaban. Alguna vez, en un lago que se armó en la calle, hice naufragar un barco de un certero disparo con mi cauchera, directo al palo mayor. A otro le prendí fuego a la bandera solo por ver cuánto demoraba en consumirse. Sí, yo era más intrépido que el mismísimo capitán Spiff.
Me había acostumbrado a coleccionar los barquitos, y en vista de la cantidad que llegué a acumular vi la necesidad de guardarlos bajo la cama en una caja de cartón. Allí, más que arrumarlos, los disponía amorosamente para que no fueran a estropearse. Vivía muy orgulloso de mi colección, aunque para los demás en casa aquella flota naval fuese tan solo una montonera de papeles doblados que no revestían ningún interés. Y los prefería, por encima de los hechos a escala y de colección de la repisa, un regalo de navidad de la tía Marina. «Son importados… muy finos y costosos», advertía mamá, pero yo me negaba a comprender por qué, siendo barcos, no podía ponerlos en el agua a navegar. Inmerso en tantas fantasías, jamás se me ocurrió pensar que otros vientos llegarían luego para arrancar sin compasión las hojas de mis calendarios, llevándose por siempre los barquitos cargados de ilusiones, en un remolino.
2
—Vamos pues, Santi, a organizar la ropa, las provisiones.
—¿Puedo llevarlos…? —preguntó ansioso.
—No veo por qué no, hijo. Has aprendido a hacerlos muy bien.
El pequeño Santiago dio brincos de alegría al saber que su tío Gonzo nos prestaba la cabaña de alquiler en un lugar montañoso no demasiado lejos de la ciudad. Era un bosque libre de ruidos y contaminaciones, con una pequeña y preciosa laguna enmarcada en aromas de pinos silvestres y abedules, y hermosas polifonías de pájaros. Todo un paraíso natural resguardado, como pocos quedaban. También había —eso fue lo que más le gustó— multitud de riachuelos y pequeñas cascadas. Ya veía sus barcos de papel navegando orgullosos, serpenteantes, salvando las aguas.
Salimos felices, muy temprano, al siguiente día. A medida que avanzábamos llamé la atención de mi hijo sobre los hilos de agua que se escurrían desde arriba de la montaña; en otros tiempos, le dije, me habían tocado verdaderas cascadas que en época de invierno hacían una odisea el camino. También noté la languidez en las plantas, lo árido del terreno, el ambiente en extremo caliente y opresivo.
—Es el cambio climático, hijo.
Le expliqué cómo la temperatura del planeta, debido en parte a la quema de combustibles fósiles como el carbón, el gas y el petróleo estaba alterada.
—Calienta en exceso, los polos se derriten y el clima enloquece —le dije. Sus ojos se quedaron mirándome, colgados de un inmenso signo de interrogación que interpreté como una recriminación al mundo entero.
Al aproximarnos al lugar debimos cruzar un puente no muy extenso que atravesaba lo que parecía haber sido el cauce de una quebrada. Cantidad de piedras de diversos tamaños, estancadas a lo largo como mudos espectadores de la sequía, apenas dejaban intuir un murmullo.
—No hace tres años pesqué por acá algunas truchas —le dije, entre sorprendido y consternado al ver que quizás no podría utilizar la caña. Nos adentramos por un estrecho sendero ligeramente ascendente en el que destacaban unos pinos cansados que nos recibían en fila por los costados sobre alfombras ralas de un verde amarillento. Se veían ridículos, semejaban guardias de honor mal trajeados. Al llegar dejamos el equipaje en la cabaña y salimos ansiosos a explorar las inmediaciones. Como presagiaba el camino, la cosa pintaba mal. Otros árboles se veían también en regulares condiciones, sedientos y apocados; los arbustos, maltrechos; el terreno, un rompecabezas con sus grietas, armado de tiempo atrás por el sol. Un pájaro cantaba oscuros lamentos mientras que los riachuelos y cascadas, ahora producto de la imaginación, habían languidecido hasta esfumarse. Una remota esperanza era la laguna y hacia ella nos encaminamos.
A poco de andar por allí nos topamos con una absurda y desértica concavidad plagada de hierbajos y bichos, vestigio de lo que antes fuera “el más grande y maravilloso lago del mundo”. En mi infancia solíamos navegar allí en barquitos, esos sí de verdad —simples botes de remos— y pescar alevinos y renacuajos. La visión de esta triste imagen revivió en mí las aguas de aquel mar estancado en un mágico y enorme lavamanos azul donde tantas veces viví increíbles aventuras de tesoros y piratas encarnado en Jim Hawkins (está claro que nuestra mente, no tengo idea por qué, se empeña en recordarnos asuntos triviales). Con una sonrisa fugada de mi boca, cargada de melancolía, Santi se enteró de aquellas inocentes reyertas con mi hermano —su tío Gonzo—, cuando también en mi infancia fabricaba barquitos de papel.