Edgar post mortem


Autor: Rey Bach

Fecha publicación: 20/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Edgar puede ser padre después de muerto, o eso cree su viuda, Perla

Relato

Edgar post mortem

Rey Bach

En el hospital sudaba Perla que, por hacer juego a su nombre, convertía ese sudor en idems que poblaban su frente, y en cada perla un microcosmos, un puro bullicio de átomos capaces, en otras circunstancias mejores, de componer la cuarta de Dvorak sin Dvorak, la Venus de Boticcelli en miniatura carísima propia de un artesano que, como ya queda dicho, podría vivir en la frente de Perla llena de idems.
El milagro es posible, dice Perla que piensa en embriones, en primavera que espera que no se haga mucho de rogar ese año y piensa en Edgar, claro... que piense en él es prueba de que sigue viva, que no es asunto banal en quien ha llegado a especular, en al menos siete ocasiones, en quitarse la vida y acabar así al lado de su Edgar, que el creer en el más allá a veces tiene su recompensa en el más acá y la idea de estar “juntitos los dos”, puede reconfortar de verdad si una tiene la imagen nítida de ambos subidos en una nube y tocando el arpa ante la mirada complacida del creador de todo lo que hay y puede haber.
Mas la misma convicción (que arranca de su propia fe) que le lleva al paraíso en la urbanización de las nubes, le conduce también—ya se sabe, el envés de las cosas—a reprobar la sola idea de arrebatarse la vida en frase hecha a la que quizás no deberíamos buscarle las vueltas y dejarla correr...
Su frente sudada se justifica en el ansia de la espera, cuando no en lo poco habitual del caso. Una parte de Edgar, una parte desde luego personal y, probablemente, más suya que ninguna otra, está pendiente de una delicada operación. Al luto por su fallecimiento, añade Perla ahora la angustia por el buen puerto del proyecto.
Mientras, en un lugar del hospital al que Perla no puede acceder y, encima de una bandeja de aluminio están los testículos de Edgar practicando su legítimo derecho a ejercer de metáfora de quien los ha llevado colgando durante treinta y ocho años, por más que algunos pudieran pensar que también es metonimia, por ser la parte (esa parte) de un todo. Pero más que un todo, él mismo, Edgar, en tamaño reducido y en una bandeja con tan poca plata, que sería indigna de estar en la que fue su casa y hoy es la de Perla. Casa de tal tamaño que justifica, aunque sólo sea en parte, el deseo de ella de llenarla con algo que no sea su propia pena. Y ese algo habrá de salir de los testículos de Edgar, del mismísimo, y con ello habrá de ser fecundada Perla por la gracia de la ciencia médica y, especialmente, de José Santos, el especialista que supervisa toda la operación para extraer el semen, por más que a algunos de sus conocidos les pueda sorprender que él ya sea todo un experto en esas lides.
Como quiera que, cada uno tiene la imagen que quiere de las cosas que no ve (y aún de las que ve), Perla se imagina la sala de operaciones con Edgar de cuerpo entero haciendo la donación con una sonrisa complaciente dirigida a ella por más que le estén hurgando en salva sea la parte...

Perla comprobó antes de llegar a casa que ya brillaba el sol, hecho éste que, en metáfora ya manida relacionó con la esperanza que el doctor José Santos le hizo albergar cuando, con la máscara en la mano y la mirada un tanto estrábica le dijo:
—La extracción se ha llevado a cabo con éxito. Tenemos la muestra que queríamos. Suficiente para fecundar a cien mujeres.
Dicho esto y, debido a lo inapropiado de su última frase, se rascó el cogote y pensó en su anciana madre...
Perla apenas escuchó ya lo de las cien mujeres. Todo un dispositivo luminoso se le había encendido en alguna parte de su cuerpo, puede que en su cabeza al escuchar la palabra éxito.
Recordó a Edgar en ese preciso momento. Y lo recordó como pocos y pocas podrían hacerlo: en el lecho, en el caso de Perla, en el conyugal. Lo evocó con el vientre blanco, un poco gordo, los muslos rotundos un poco más de mujer que de hombre—sonrió al recordarlos—un Edgar rollizo en contraste con el saco de huesos que era Perla. El pellejo, sí, el pellejo alrededor de los huesos. Un pellejo inmensamente rico desde el accidente de Edgar, ¡oh, pobre Edgar!
La fe de Perla se tambaleó el día del accidente. Trató de pensar: tú lo has querido así, señor, todos tenemos que seguir tu camino, hágase tu voluntad, por más que tus designios sean inexcrutables. Pero, por otro lado, también pensó: para mí el mundo ya no existe, y si existe es una mierda de mundo; el mundo ya está dejado de la mano de Dios (obsérvese la contradicción) quizás lo mejor sea morir; sí. Quizás muera, volvió a decir para sí, mientras, justo a su espalda, en la iglesia de San Francisco el Grande rugía el órgano bajo las manos de un organista en prácticas.
—Falta saber ahora si el semen que hemos obtenido es realmente apto para la fecundación—prosiguió José Santos lo más rápido que pudo, para que Perla no pensase mucho en lo de las cien mujeres— mañana mismo tendremos los resultados.
Mañana... se repitió para sí Perla con un, casi imperceptible, movimiento de labios. Cada paso, un recuerdo, cada eslabón de la cadena una nueva nostalgia de quien lo fue todo. El recuerdo de la primera vez que vio a Edgar, la mirada limpia para verle tal y como era: tan ancho de hombros como un cargador de muebles que un día hubiese descubierto que era más fácil traficar con los trastos viejos, que cargar con ellos. La historia de la rana que resultó ser un príncipe, y más que un príncipe un rey, el rey de los muebles usados, pero sin transformación posible por más que llenes de besos su cuerpo de rana.
En el hall del hospital algo le olió mal a Perla cuando salía; precisamente el hall, ningún otro sitio del hospital hasta que llegó hasta allí. Dio varios pasos apresurados y, salió a la calle tratando de tomar en sus pulmones todo el aire del cielo...

La misma noche que regresó del hospital, a Perla la visitaron las hermanas de Edgar: tres, número con cierto halo mágico para eso de las mujeres y más tratándose de hermanas.
En el gran salón de la que ya es la casa de Perla, las ventanas de doble cierre aislaban la habitación del bullicio de la plaza; lo que fuera era un gran ruido dentro era sólo un susurro y el tráfico un juego de sombras sobre la lisa superficie de las paredes. Un envase de zumo, vacío, era lo único que quedaba encima de la gran mesa, esperando a ser arrastrado a la basura.
—Creo que deberías pensarlo un poco más—la hermana mayor de las tres, erigida como portavoz, a sus cuarenta y seis sin casar, sin entregar más amor que el que da a sus gatos en pensión fija con tendencia a la inflación (ya se sabe con los gatos)
Perla no había llegado nunca a trabajar. Muchas veces pensó en ocuparse en alguna cosa, en empezar a hacer algo por ella misma, aunque no lo necesitaran. Llegó a prepararse mentalmente para tal o cual trabajo, pero el esfuerzo acababa por ser vano. Desde ese punto de vista, su vida había sido hasta entonces unas largas y únicas vacaciones.
En ese mismo momento, de hecho, se hallaba delante de las hermanísimas, tumbada en la chaise longue, carísima como corresponde a consorte de rey de los muebles. No sabía lo que significaba chaise longue pero tenía un presentimiento relacionado con el estar tumbada.
—Perdonad que os reciba así—soltó totalmente solazada—pero no os imagináis lo cansada que estoy. Ha sido agotador...
—¿El qué, querida?—soltó la hermana mayor, la única que parecía tener lengua y también laringe allí, acompañando a la frase y, especialmente a la palabra querida, cierto retintín como de cascabel.
—Vaya—respondió Perla—ya sé que no son mis testículos, pero es duro de igual modo...
Cuando dijo la palabra testículos, la cara de las tres hermanas se removió como si hubiesen masticado una gran cabeza de ajo
—Por favor... —atinó a decir la pequeña después de recomponer el gesto.
La mayor que le pide entereza con la mirada y prosigue con la guerra santa de la que se siente adalid.
—Pero, Perla... ¿no crees que es una locura?, ya una vez fallecido es contra natura, por no hablar de la ley de Dios...
—Si todavía guarda en sus testículos lo que guarda, por algo será. Puede que hasta sea su voluntad—replicó Perla mirando al techo que fue lo que se interpuso entre sus ojos y el cielo.
La hermana menor no pudo evitar imaginar los atributos de su hermano al escuchar la palabra en cuestión. Después estornudó; no es que tenga nada que ver, pero eso fue lo que hizo.
La mediana se imaginó entonces revolcándose con el chico que les traía la compra del supermercado.
La mayor, como si lo supiera todo:
—¡Basta! Esto no va a quedar así...
Perla permaneció en la chaise longue mientras ellas se marchaban y se quedó profundamente dormida en cuestión de minutos.

A José Santos le gustaba dar buenas noticias tanto o más que al resto de los médicos; así que cuando llamó a Perla para decirle que todas las pruebas realizadas al semen de su difunto marido habían resultado un completo éxito se sintió como un papá noel de bata blanca anticipando su dadivosa entrega.
—Entonces—dijo Perla desde el teléfono de su casa—no va a haber ningún problema para tener a nuestro hijo.
—Bueno, Perla—respondió José Santos con la voz engolada— ya sólo restaría realizar la fecundación, pero...
—¿Sí?
—Las probabilidades de éxito son muy altas teniendo en cuenta los análisis previos que le hemos efectuado.
Perla sonrió. Miró hacia el sillón preferido de Edgar, uno con orejeras y tapizado en crudo. Lo habían traído de Venezuela y había pertenecido a una familia de lo más aristocrático. Edgar nunca pensó en venderlo; cuando lo adquirió lo imaginó de inmediato en el gran salón de su casa.
Mientras miraba el sillón, Perla creyó ver con total nitidez a Edgar que la contemplaba sonriente. Un Edgar que había regresado de quién sabe dónde para dar su último visto bueno. Pensó que aquello debía de ser una revelación en toda regla, pero también pensó que eso no le tenía por qué importar a nadie, así que se acercó a la cocina y ella misma se preparó unos huevos escalfados a los que, esta vez, les añadió un poco de panceta.