Amada Gaililea


Autor: Precario Empatía

Fecha publicación: 04/03/2023

Certamen: II Certamen

Resumen

Una joven se encuentra en sus paseos con una carta colgando de un ciprés, pasa el tiempo y continúan llegando para producir en ella un cambio inevitable y un igualmente inevitable colapso. Quisiera contar más pero no quiero manchar mi relato.

Relato

AMADA GALILEA Y EL POETA AUSENTE

Amada Galilea era una doncella de encendidas y suaves mejillas, de cabellos dorados que caían en tirabuzones a los lados de su cabeza, con un carácter afable y tan pura como una rosa silvestre.
Comenzó su vida adulta a los 17 años con la luz de una mañana de octubre, lista como era costumbre en el pueblo; para ser cortejada y posteriormente prometida a algún caballero. Esperaba las nuevas temporadas y que los personajes fantasiosos aparecieran renunciando a su orgullo; llamándola por su nombre completo con una voz suave y curiosa, que la hiciera sentir completa y especial. Escondía debajo de la dureza de aquellas manos sin tocar, en sus labios inmaculados, en su piel como perla del mar; aquel fuerte anhelo de verse única, como una princesa.
Mientras ella soñaba despierta, era normal ver a los espectadores de su paso atontados y perdidos. Parecían derretirse sus ojos como miel azucarada, miel que no encontrando agrado o respuesta de su enamorada; caía al piso y se llenaba de tierra para el deleite de los gusanos y artrópodos.
Amada Galilea poseía la mente sencilla de un niño que vuelve a la compañía agradable, perfecta. Era tan absoluta su inocencia, solo comparable a su inteligencia, la cual era afilada como un cuchillo. Tenía unos grandes ojos cafés casi negros con aros plateados, su riqueza en el lenguaje y las fresas de sus labios la habían convertido en el deseo de todos los campesinos al su alrededor. Su nombre tan rítmico desde temprana edad ya había sido repetido en incontables dedicatorias y poemas.
Disfrutaba muy a conciencia, diariamente; la libertad y riqueza visual de los paseos por el parque, con el tiempo y la brisa moviendo sus cabellos, trayéndole la paz que muchos buscan, no conociendo lo que nosotros llamamos desvelos.
Le era tan común su andar por esas mismas calles y senderos llenos de pasto, reconocía tan bien el paisaje como la palma de su mano, que el más mínimo cambio asomaba cómo si estuviera iluminado por luces rojas, en señal de alarma. Habilidosamente, ese día sus ojos pusieron extrema atención en aquel objeto vacilante que contrario a su apariencia débil, era impecable y estoico, se encontraba resistiendo la fuerza y el vértigo del viento que le amenazaba con derribarlo. Persistía en su agarre y no perdía por un instante el desafío del destino, seguía pendido de aquel ciprés.
Nuestra Amada Galilea subió aquella natural y rugosa verticalidad, arrancó desde el tronco toda una extremidad del antiguo ser vivo que debía tener cuánto menos, el doble de años que ella, dejó caer el brazo mutilado que crujía como un mueble maltratado al suelo y la nota quedó atrapada entre las múltiples garras llenas de hojas, previniéndola de escaparse por si contenía un mensaje críptico o lo había dejado caer un Ángel.
Bajó y al inspeccionarlo vio que se trataba de un papelito doblado que contenía un poema dedicado "A la mujer de mis sueños, otro día agradezco haberte encontrado"
- Una vez más te escribo amor mío, no te preocupes, no necesito respuesta. Mientras tú vivas yo te seguiré esperando y mi poesía seguirá siendo como siempre; toda tuya. Desde que nos encontramos en aquel prado y yo observé tu mirada y tu hermoso vestido, supe que me encontraba perdido ante los aludes gélidos del destino y que no deseaba encontrarme en ningún otro campo de trigo, que mi lugar es a tu lado. -
- Reconozco que no siempre soy el más firme y a veces cuál rama me quiebro, y cuál hoja me pierdo en el viento buscando un mejor norte, pero mis sentimientos están contigo. Entre mis fantasmas y cavilaciones te he escrito este poema:
A veces temo perder la ternura.
¿No es curioso, corazón mío lo fácil que es caer en dudas?
Me asustan mis palabras, sabrás también lo pensaba
que todos tus miedos no solo tú los tenías.

Temo perder la ternura, que lo hoy bello mañana sean retazos,
perder el “enamorados” y quedar solo enredados,
por el miedo: A irnos. Temer a una vida al ritmo de lo perdido,
en caravana de luto por lo que hemos tenido.

Si te escribo poemas, cartas o cuentos, podría mañana ser insuficiente;
pues habrás visto el límite de mis talentos que son pocos
y lo que hoy parece mucho después será carente.
Ya sea de entendimiento, elocuencia o sus efectos.

Me asusta al punto de la locura pensar la idea de tus futuros besos cálidos volverse fríos,
Que en un cambio de temperatura; tan gradual,
Un día solo despierte para ver que no tengo labios
Que se me han perdido por besar un iceberg.

Y en mi miedo una solución brotó;
Tan solo hay que cuidar eso que es nuestro
Que las cartas siempre vayan acompañadas de compasión, afecto,
los detalles de congruencia, y el verbo amar de su respectivo efecto.

No perdamos pues nuestra ternura amor mío,
Cuidémosla, que ya es mucha la vida sin querernos.

El verso le resultó encantador y juvenil, le daba brío y color a sus ojos. Sentía la femenina envidia al pensar que ese enamorado no era de ella, no le pertenecía. Se preguntaba; ¿Que tendría que decirme aquel joven que no hubieran dicho los engorrosos de la comarca, del vecinal? ¿Tendrá más adjetivos? ¿Voz de locutor? A todos aquí ya los conocía. A esté allá no. La imaginación llenó los huecos que la realidad dejaba a su paso, inevitablemente la joven no podía pensar en nada más. No había quien la separase del ciprés.
Recibía las cartas en el árbol, como si el viento las colocase ahí amable y estratégicamente. Así, nadie sospechaba que se trataba de verdadera correspondencia traída por los hados, cuando junto a las hojas las notas eran sacudidas como si se tratasen de meros volantes, representando su papel como listones de tonos pálidos y símbolos indescifrables.
Apenas verlas, bajaba rápidamente aquellas maravillas y las colocaba en los bolsillos de su delantal. Le parecían tan hermosas, agrias y prohibidas que solo las leería bajo el resguardo de una vela, en la privacidad de la cocina cuando su madre se había ido a dormir. Y las guardaba discreta en una caja de zapatillas de cuero que le regalaron hacía ya dos navidades.
Estaba profundamente enamorada de aquel loco desquiciado. Admiraba de una forma extraña que a pesar de su rechazo seguía terco como un burro, empecinado en perseguir aquella mujer de tremenda belleza, pero de un carácter despreciable; pues las cartas son regalos, y los regalos no se tiran al olvido. La odiaba profundamente, tanto como amaba a al poeta perdido.
Pensó en más de una ocasión responder y hacerle saber que en el mundo no todo era indiferencia, que había una voz quien lo escuchaba. Pero el viento siempre soplaba del norte; no había esperanza de que su dirección volteara. No sabía cuantas millas los separasen, allá no llegaban mensajeros.
A veces parecía que el bastardo era muy preciso, eran muy amplias y dolorosas las páginas y los textos. Dudaba entonces nuestra hermosa chica, de si el poeta habría escrito entonces para ella, de si adivinaba sus pensamientos. Podían estar casualmente leyendo los mismos libros, o la había visto por asomo en el reflejo del cielo. Eso quería pensar. Ojalá le dijeran los astros que estaba en lo cierto. Mientras tanto, continuaba leyendo:
-Tiene los ojos de color café, pero esto solo al sol que revela un color escondido, que se achica a la mirada del alma con otra por sentirse desnuda, y al verse reflejada en su observador; cae en retirada del íntimo acto dejando un negro indiferente, que cierra las puertas del museo al que desea educarse en sus deseos y razones, pues cree que nada debe conocerse de aquel lugar que considera impuro.
Es difícil de querer, si es que la quiero. Difícil de entender si pienso en ella. Mas eterna en sus vacíos que en el tiempo que me presta con garantía y tasa de interés, que me dejará en la ruina sin comer más que ilusiones y mi constitución que ya es delgada; se evaporará como el líquido de las lágrimas que no lloraremos y la saliva que no invertiremos en besos.
Nube rota, nubarrón, marca en el cielo; nada seré por no poner los pies en la tierra y creer en el café como más que un color. El prisma de luces carente de significado, la búsqueda inútil de mensajes cromáticos. Que habla en las sombras que me da y la claridad que me quita.
Tiene los ojos cafés, como lo son la madera viva y rasposa que puede ser un hogar o un garrote a las manos del artesano o el soldado. Como las hojas de otoño que en sus tonos nos cantan poemas de compases extraños, señalando la belleza de lo fugaz, del invierno que advierte. Tiene los ojos cafés como todo el mundo.
Color común, tan serio, tan poco destacable. Bien fuera negro muerte pues la vida no se asoma. Y en esa vida inexistente, me balanceo, dudando. De la espera al verano cuando los torrentes de los equinoccios, y la rotación del ovalo flotante dentro del caldo universal me grite verano, y tú susurres; “vuelve a mí”.
Susurrame pues, que estoy desesperado
Espero tu respuesta, ya no habrá mas cartas.
A pesar de todas sus quejas por lo no correspondido, Amada Galilea sintió llamarse Miserable Desdichada cuando dejaron de llegar las cartas. El ciprés se secó completamente, desde la copa hasta sus raíces. Si hubiera sido un druida o una Wicca, habría sentido como la naturaleza se compadecía de su desgracia y le decía que así es la vida; el amor funciona como las temporadas del año, necesitas leña para pasar el frío y un techo para el sol ermitaño. Galilea no lo sabía, pero al igual que las raíces del ciprés, su poeta estaba seco debajo del suelo, víctima de su locura y de su amor.
El verano no llegó por más que nuestra querida susurrase a la luna y las estrellas, con los ojos nublados y las manos juntas. Repetía complicadas plegarias dirigidas a excelentes y magnánimos santos, de gran porte y relucientes túnicas, de bellas historias y probada piedad. No fue respondida la solicitada ayuda de la joven tan pura que solo deseaba amar, a quien la distancia no paraba de flagelar como un látigo y línea por línea, verso por verso; dejo de verlas como epístolas para llamarles epitafios.
La joven de ojos cafés casi negros con aros plateados, de dorados cabellos que caían en tirabuzones a sus lados; lloró amargamente hasta que su fuente se secó. Hasta que no quedaron recuerdos y su madre volvió cenizas las palabras, y al quemarlas las llamó caricias robadas. “Tendrás que encontrar las tuyas”. Le decía. Nuestra joven respondía amargamente mientras recobraba húmedas fuerzas y se desbordaba constante desde las pestañas, para terminar en sus labios: “¿Y si no encuentro a nadie más?”.
Terminó enviando cartas, esperando que el viento del norte le diera la vuelta a la tierra, y trajera alguna favorable respuesta a su creciente y absoluta impaciencia. Amada Galilea, sigue esperando bajo el ciprés seco. Tan bello que era su nombre, tan cierto su esplendor. Pues todos te amaban Galilea, pero ¿A quién diste tu amor? A ese poeta ausente a quien no viste, no escuchaste su voz, no imaginas de su mirada, ni su brillo ni el color. Mucho menos te imaginas que a sus anchas y a tu alrededor; envejecieron reyes y plebeyos, soñando tomar del tiesto para plantar en su jardín, aquella magnífica flor.