
Resumen
Nazaneen es una joven afgana, soñadora y vivaz, que ha de enfrentarse a los rigores de la guerra y al asfixiante régimen talibán, empecinado en suprimir la libertad de las mujeres y hacerlas presa de la ignorancia y del ostracismo. Sin embargo, la esperanza por conocer ese mundo lejano que ha vislumbrado tan solo a través de las películas le ayudará a mantener la cordura cuando la realidad circundante se sume en la más absoluta locura. «La Flor del Erial» es una oda a la fortaleza de las mujeres, las únicas —¡y cuánto tiempo llevan demostrándonoslo!— capaces de salvarnos de nosotros mismos.
Relato
«LA FLOR DEL ERIAL»
Solo aquel que ha olvidado sus sueños,
teme los sueños de los demás
Kundur, Afganistán, 1992
Las cigarras zumban alrededor, contrariadas ellas por ese calor que reseca la tierra y también la maldice. Sobre el horizonte se estremece un sol ya moribundo y, en sus últimos estertores, pinta las nubes de naranja y de un rojizo iridiscente. Cae la tarde y sangra, con ella, Kundur. La brisa mustia trae en su respirar el aroma de la carne que los hombres asan en la hoguera, punzante en su chispear furioso, pero Nazaneen no guarda —a esta hora traicionera— hambre alguna. Está ella tan nerviosa, tan intranquila en esos dedos que tamborilean sobre la falda, en esa frente que despeja sin un mechón que la cincele… Tropezó durante la mañana con cada una de sus comandas llevando el cuerpo distraído y un vacío en el estómago. Ese vacío todavía la domeña. Cruzó apenas un par de frases insulsas con aquella madre siempre callada y, persiguiendo de soslayo el discurrir de las horas firmamento abajo, esperó ansiosa la llegada del ocaso lo mismo que el árbol que aguarda la lluvia con la corteza tal que una herida. Por fin, cuando centelleen las estrellas tempranas, habrá de ver la pequeña su primera película.
Le ha descrito el tío Shakir —enorme él en los ojos y manotero— cómo se engalanan las mujeres de alta alcurnia cuando acuden al cine en Kabul. Las imagina ella en sus butacas, hermosas y audaces, envueltas en el tintineo constante de sus alhajas con cada gesto nuevo. En cambio, aquí, en la sedienta Kundur, una aldea penosa de familias empobrecidas, no se ha exhibido jamás una película en público y se ajetrean de un punto a otro los vecinos, parlanchines de puro nervioso. Sobre la tierra burda se ha sentado Nazaneen junto a las demás muchachas de su edad y boquea expectante con un ardor que le constriñe la garganta. Suspira…
Se ensancha por el este el cielo vasto en su azul desvaído y ya trepa la sombra hasta las copas de esos fresnos que mece la brisa así se le antoja. Hay un murmullo quedo en las bocas de los presentes, luego un chasquido, y al punto emerge el haz de luz para blanquear la espalda de una barraca. Ellos callan. El atardecer sonroja el polvo que se entretiene por las esquinas. Fuman los hombres, tal que ausentes; asienten las mujeres, acaso para sí mismas. No encuentra ahora Nazaneen, ella inquieta en sus piernas enjutas, un aire que la alimente.
Restalla el metraje dentro del proyector y así los silencia. El mundo entero contiene el aliento.
Esta joven de negro impecable que observa, al desgaire, el escaparate y cimbrea sus caderas estrechas delante de fachada… ¿Quién es? ¿Cómo es posible que, con tan solo atestiguarla en sus manos enguantadas y en ese café que sostiene levemente, no exista ya para Nazaneen una mujer distinta? La niña la contempla y ahí concluye su deber: en el borde de las pestañas termina cuanto jamás ha sido. Garbea aquella vanidosa, como si hubieran sido las aceras construidas para que pudiera ella ponerle los pies encima, con un fulgor en la mirada que le riela sobre la tersura del collar de perlas. En ocasiones, sonríe… ¿Cómo no va a perder Nazaneen el juicio y anhelar ver la vida a su través, ser ella, vestirse como ella, conocer lo que ella ya ha descubierto? Que se emborrache el viento y de su perfume se encapriche, y la rapte lejos de esta polvareda en el camino, de esa sábana fría en el catre, de esta angostura. Exhala Nazaneen y exhalando se transparenta. La tarde la ausculta y la encuentra —¿por qué será?— un tanto diferente.
—Nadie nos pertenece, ni siquiera el uno al otro —ha susurrado la pequeña, imitando la voz de la protagonista, como si pudiera acaso entenderlo.
¡Con qué fruición devora cada fotograma, cada desvarío del alba, aquel diálogo ordinario! Transita un coche las carreteras rectas en su alquitrán reluciente y le tatúan a ella los pies esas veredas ciegas por las que cojea su padre. El cuadro en la pared, de una viveza lacerante, yuxtapuesto a esa tronera en el adobe por la que gotea a veces la lluvia. Frente al harapo con el que se ensucia, el satén que tornasola la noche, y una belleza de cristal y un sosiego donde la boca marchita de su madre, lo mismo que una sutura. «¿Existe ese mundo?», pregunta para sus solas. Cruzando el desierto arisco y el nevero, allende las chabolas, limpio de esta vileza, ¿existe en verdad? Entonces qué desconsuelo que no pueda ella habitarlo… Mira, por un instante, los rostros absortos en derredor y se entristece. Por eso vuelve rauda a la película, para lavarse en ella la amargura.
Al acabar la proyección, se descuelga sobre la niña el cielo de abril y a su cuerpo se ahorma. Ella se asfixia… Es de pronto la arena más seca, la hierba menos mullida. Corren los demás a deleitarse con esa carne que a ella angustia, pero se aduja Nazaneen sobre el mismo retal de suelo, clavados aún los ojos en la espalda de la barraca, a la espera de algo —¿de qué? Quizá de todo—. En esta pared ahora tan vacía presiente a la mujer en la que desea con furia transfigurarse, tan ajena a la ruina de su vida, tan foránea. No puede ser ella —con qué claridad lo percibe— el trasunto torpe de su madre, esa sombra que se desgaja del zapato, un recipiente que contiene el dolor propio y también el ajeno. No, no ha de serlo. Debe aspirar al esplendor de la protagonista y renacer en las formas de un alma sin grilletes, para rizarse lo mismo que aquel perfume que embelesa pero que nadie puede capturar, porque es él quien captura y es a otros a quienes encarcela.
Se han marchado las semanas, pero le palpitan todavía frescas las imágenes en la mente. Friega los suelos, empecinada en vislumbrar —a través de la cochambre— el lustre que algunos pisan. Y en esa herida que le afea la rodilla, en esa misma herida presiente la lozanía de una cara extranjera. Los cestos de ropa maloliente, la tormenta que nutre el lodazal, los renglones torcidos de una mano…, en todos ellos ubica ese futuro que la espera impaciente y ya la convoca. Es el sol a media tarde el verbo que uno lee y luego olvida, pues en el fondo sabe que no habrá jamás de conjugarlo. No lo necesita.
Pero con los meses se ha insuflado un rumor desde las montañas y he aquí que su madre baja los ojos y enmudece, ahora más todavía. El fantasma de la guerra yergue los cuernos sobre el horizonte, y lo pueblan, desde hace un tiempo, hombres barbudos de labios breves y hedor a óxido en la sangre. Sobre los fusiles llamea ensoberbecido el mediodía. «¿Qué son?», le ha preguntado Nazaneen a su padre, aunque él nada manifiesta. La blusa manchada que tanto detestara, con qué insistencia ahora la añora porque se ha interpuesto entre el mundo y ella una barrera de tela que todo desdibuja. Las acalla, en pleno junio, la frialdad de diciembre. Y es solo ahora cuando, torciendo el gesto y compungido, el padre por fin contesta: «son el miedo y son el hambre», ella tiembla, «son los hijos de la muerte».
Desde detrás de una rejilla, el tiempo languidece. Se otoña e invierna sin que a nadie importune. Nazaneen vigila el llorar de su madre —ella discreta y silente—, que llora solo hacia el interior de sí misma, porque, más allá de los ropajes, no existe un lugar en el que pronunciarse. Son ellas el vacío que siluetea la prenda. ¿Quién podría explicar que, cuando se incendia el sol en lo alto del mundo, prefieren ellos esta noche cerrada y este reproche?, se plantea la niña y se duele. ¿Por qué, de entre tantos sabores, escogen siempre el del disgusto?
Y el sueño de otrora de pronto se ha resquebrajado. Ella, que ansiaba estudiar literatura en Kabul, quizá cinematografía, rodeada de otras jóvenes emprendedoras, de pelo ondulado y vocablo presto, por ventura adictas al café… ¿Qué será ahora? Porque ha partido en dos un grito el tiempo y ha dispuesto las mitades a un lado y otro de sí, y en cada una de ellas habrá de interpretar Nazaneen un papel muy distinto. Parlamentan vocingleros los hombres —solo los hombres— y han decidido ellos, en su febril soliloquio, que les está vetado a las mujeres pensar, que han de usar los ojos solo para mirar a otra parte, que deben hablarle únicamente a sus sombras. «¿Por qué?», se cuestiona la pequeña con una hondura en el pecho, y nadie responde. Alzan los valles la vista por encima de las cumbres nevadas y se lamentan, siempre a oscuras, teniendo el sol de frente.
Deambula por las calles la muerte como un perro que ha perdido el amo y se adentra allá donde le place en busca de un hueso con el que contentarse. Se lleva consigo a niños, a viejos, con frecuencia a mujeres con muchos abriles por delante. Nada la sacia. Y así, aterida de frío, se aferra Nazaneen a un rebujo en el burka de su madre y aprieta los párpados, deseando que llegue el viento y luego se marche. Recuerda —con qué inquina— esos guantes negros, aquellas gafas enormes, la curva exacta de una perla en la oquedad entre las clavículas, y se aflige. «Los sueños de las mujeres se quiebran bajo la realidad de los hombres», le susurra aquella de madrugada y ambas lloran. «Les ofenden porque ellos, tan rotundos, tan valientes, ya no recuerdan lo que es soñar».
Tras la sangre y la sed, tras el hierro y el polvo, se asienta la resignación. Al gobernante cruel le ha seguido de cerca el líder nefasto y así se estrechan las manos y arriman las barbas ralas sin que nadie atienda. Con el rumiar de los años huyen del desierto sus turbantes y aparecen cascos de metal que cubren a héroes no invitados. ¿Por qué será que temen tanto todos desnudarse? Después se engríe una paz herrumbrosa y cerca con celo las fronteras de Afganistán, pero las cerca en balde. Nazaneen, ahora adolescente, ha cruzado el límite con Turkmenistán y la reciben en Akrabat mujeres tocadas de blanco. Sin conocerlas, ya las ama. Prescinde al fin de ese celeste aborrecido y, en el mismo hábito extranjero, abraza ella a otras jóvenes que trascienden el límite de su presidio. Que el desierto con saña lo tarasque… Porque incidió ayer la miseria pero no sobre aquel collar de perlas recaudado en la memoria, y aventó el vendaval la congoja pero no atravesó el cristal del escaparate. Tras Akrabat llega Estambul; más tarde, la barahúnda de Roma; por último, ese París con frecuencia nuboso y rutilante.
Y aquí está hoy, sentada en la terraza de Les Deux Magots tal que una mujer libre, custodiando el horizonte que amorata el ocaso al igual que aquella tarde cuando viera su primera película, hace ya tanto tiempo. Adorna la brisa el aroma del café recién tostado y no el de la carne, pero la luz en las lontananzas tiembla con la misma mansedumbre, como si aquel haz que iluminara la barraca hubiera atravesado el tiempo para rozarle ahora los pómulos y enternecerle las mejillas. No le vibra un collar sobre el esternón pero es ella —¿qué duda cabe?— la protagonista de su propia historia. «Otra taza», le sonríe al camarero. Quizá sea su tercera o tal vez la cuarta, ¡¿qué importará?!, porque piensa en las manos ajadas de su madre, en su derrota, y comprende que los sueños de algunas mujeres están condenados a quebrarse, pero otros son tan ligeros, tan ingrávidos, que no existe quien pueda al suelo anclarlos. Ni las guerras, tampoco la muerte. Ni siquiera la realidad déspota de algunos hombres.
FIN