
Resumen
Una familia se ve obligada a enterrar su biblioteca y a huir de su país de origen. Siempre pensaron que algún día podrían regresar y rescatar sus libros. Ese día ha llegado...
Relato
LA BIBLIOTECA BAJO TIERRA
seudónimo: Skylost
-Será un milagro encontrar esos libros vivos -repite una y otra vez el abuelo-, después de tanto tiempo, será un milagro.
El abuelo dirige desde la distancia, sin acercarse al hoyo, al punto de succión, no se separa de la barbacoa, vigila el asado y la exhumación sin soltar las pinzas de la carne. Lo que ayer fue una ceremonia privada y triste hoy es casi una fiesta. La familia, los vecinos. Hoy hay parrillada, hay comida y bebida, sonrisas, expectación, también alguna lágrima por los que faltan, por los que marcharon y no volvieron, por los que fueron desaparecidos y todavía se buscan. Ayer, hace casi veinte años, Martina vio cómo sus padres enterraban algo en el patio de la casa, de noche y creyendo que ella dormía. Martina se asomó a la ventana porque el barrio olía a chamusquina. Había pequeñas hogueras en los tejados y en los patiecitos de los vecinos. Columnas de humo como mensajes cifrados atravesando el cielo de la ciudad. Fumarolas que se alzan hacia la luna radiante. No son barbacoas, hiede a otra cosa, el chimichurri del miedo impregna el aire. ¿Qué se quema? ¿Qué entierran sus padres ahí abajo, en el jardín, a los pies del jacarandá?
Libros.
No se habla, de eso no se habla a la mañana siguiente. Nada que decir sobre el enterramiento, ni sobre las fogatas fantasma, ni sobre el espanto, ni sobre la voz de la radio. En verdad se habla poco desde que el militarote barítono se apoderó de la radio y del sonido del día. De eso no se habla, pero las estanterías vacías ya dicen bastante, combadas revelan ausencias, pesando más su mudez, la biblioteca invisible. Martina a escondidas, a la luz de la luna dibujó el plano del tesoro, lo siente como una obligación mientras sus padres se ocupan del trabajo sucio. Ese plano que inició la arquitectura de su sueño. Porque después en el exilio seguirá dibujando, imaginando la biblioteca bajo tierra. Las raíces del jacarandá con hojas de papel impreso, reflejo perenne de la superficie frondosa y azul. Los árboles, el bosque invertido creciendo dentro de su semilla.
-Primero intentamos quemarlos en la casa -recuerda el abuelo-, en la pileta de la cocina. Tu madre elegía libros al azar, los sacaba de la biblioteca y preguntaba, ¿Este o este?
-¿Qué libro quemamos primero?
-Y yo me quedaba mudo, ¡menuda responsabilidad! Pero no te creas, no es tan fácil quemar un libro dentro de una casa pequeña.
El humo tremendo, lo que tardan en arder. En la radio las noticias sobre el Golpe de Estado. Una neblina tóxica que pica en los ojos, en la garganta y más allá.
-¿Estás llorando?
Los padres de Martina hablan en susurros. Mientras el caudillo de opereta gorgoritea su primera arenga radiada una afonía contagiosa infecta los suburbios de la metrópoli.
-No, no estoy llorando, qué tontería, es el humo -trata de disculparse el padre-. ¿Pero cómo no voy a llorar, mujer? ¡Este país se fue al carajo, nos robaron el futuro! Mira, míranos, nosotros mismos hemos empezado a prender la mecha.
-No grites, amor, o despertaremos a la niña. -Se observan en silencio un vasto segundo interminable, la vejez les cayó encima, los años perdidos en el horror que vendrá, y entonces se abrazan, fuerte, quebrantahuesos, quebrantamiedos-. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?
Esa misma noche comenzaron los allanamientos y los arrestos. Los milicos iban de ronda, su lista negra crecía hora a hora, la cacería había dado comienzo.
-La idea de quemar los libros fue descartada y decidimos enterrarlos. Todos. Rápido.
Entendieron que no les delataba un libro determinado. Tener una biblioteca, simplemente, eso les hacía sospechosos.
-Siempre pensé que volveríamos a rescatarlos, tarde o temprano -añade la madre.
Ante la misma duda sus vecinos optaron por la quema. Los soldados tomarán pronto el relevo y las antorchas en grandes purgas públicas. Martina y sus padres ya no verán ese espectáculo macabro y medieval. El padre no volvió a leer, su madre tampoco, como quien perdió un hijo, un amor, y prefiere no volver a arriesgar. Ya en otro país se dedicaron a amasar pan y pasteles y pizzas. Pero la radio sí, el padre quedó pegado a un diminuto transistor, al tenor sanguinario, nunca se separaba de él. Por si acaso, decía, hay que permanecer atentos. Las ondas electromagnéticas son el eco del pozo en el jardín.
-No me fui, me echaron, ¿sabes? Nos fuimos con los libros por el mismo agujero y seguimos durante mucho tiempo bajo la arena, aguantando la respiración. -Explicaba el papá de Martina.
En cierto modo no dejaron de excavar, las manos todavía manchadas, de barro, de harina, amasando, panaderos sacando alimento del hoyo. Pero Martina sí, ella sí lee. En el exilio, con la monserga del tirano de fondo día y noche, Martina lee y dibuja. Traza el mismo laberinto subterráneo una y otra vez, bocetos cada vez más minuciosos. La librería como hormiguero, raíces sosteniendo bóvedas y lámparas, en las galerías ordenadas de la A a la Z las palabras cohabitan con los insectos. Archiveros, bedeles. Hormigas, lombrices, escarabajos, topos y conejos custodian los volúmenes. Pinta esa biblioteca o catacumba, conjetura de papel, esbozo de lo que quizá sea en el futuro. Fue en aquella época cuando Martina decidió que sí, que de mayor iría a la universidad para poder estudiar arquitectura, ¿o será mejor espeleología? ¿Qué hace falta para edificar un sueño hipogeo? Martina dibuja y lee. Y también entierra sus libros preferidos. Devino en costumbre o en manía familiar. Regresa del colegio, pasea por la nueva ciudad y elige un lugar especial. No hace falta que el agujero sea muy hondo, un leve manto de tierra parece suficiente. Cava con un cucharón de palo o con las mismas manos cuando el suelo lo permite. Las uñas de Martina siempre negras. Le gusta la tierra, así es, cada vez le gusta más, tocarla, manosearla, olerla, aprehenderla. Le gusta la tierra igual que los libros. Hay niños que hacen castillos de arena, Martina hace túneles. Esparce la siembra, disemina estrellas, cosmogonía de inframundo. No entierra, en realidad no se trata de una tumba, ella siente que los guarda, los archiva en una librería mítica que recorre los bajos de la metrópoli. Martina no imita a sus padres, ya de niña calcula las medidas de su proyecto arqueológico uniendo dos continentes. A veces las lágrimas al rozar el pellejo del libro, la despedida de un amigo fiel, de una historia especialmente hermosa y feliz. Martina toma nota de cada soterramiento, en el mapa del barrio una cruz señala la localización exacta y el título del libro estrena el callejero. Después evoca su presencia y vacío en la estantería de su habitación, la biblioteca prohibida, libre bajo la arena. ¿Dónde están tus libros, Martina?
-No lo sé, mamá. Son libres.
Fraternizó con la ciudad extranjera a base de transformarla. El arrabal donde vivían quedó escaso para su ritmo de lectura y tuvo que ampliar la frontera de sus pasos explorando calles por renombrar. Vías, avenidas, plazas, parques, ramblas, jardines, callejones. Luego daba gusto volver a vagabundear por alguno de esos rincones e invocar la obra allí enterrada. En la mochila de Martina, junto con los libros de la escuela, los lápices y bolígrafos, el cucharón manchado de tierra y el bocadillo para la merienda, viaja un cuaderno que usa de diario y de guía, un atlas literario que engorda página a página con dibujos, apuntes y mapas recortados. Así pasan los años.
-Ya casi, ya casi -repite el padre desde hace días a todo aquel que se cruza en su camino.
La radio lleva meses anunciándolo, sin querer. El tono galliforme, el volumen menguante, la dicción tartaja. El padre estudia ese calendario cacofónico y hace sus cuentas.
-Ya pronto -sentenciaba el padre, una tímida sonrisa, el transistor pegado a la oreja-, ya no le queda mucho a ese canalla, ya va para el hoyo, ahora le toca a él. Pensar que le enterrarán en el mismo suelo donde tendremos que buscar a nuestros muertos.
Y así fue. Pronto el déspota pasó de barítono a agónico, el aria había sido larga, demasiado, pero un día su quiquiriquí castrense dejó franco el aire. Respiraron como si fuera la primera vez que lo hacían, una bocanada profunda y fresca y decidieron regresar. El mundo olía distinto, sonaba distinto.
Ha pasado mucho. Apenas veinte años. Creció el césped y el jacarandá en el patiecito de la casa. Hubo un entierro, un destierro y un regreso. Hubo otras celebraciones y asados en la parrilla cercana al escondite o madriguera. No fue algo inmediato excavar, escarbar en la memoria, primero tocaba reconstruir un presente, intentarlo al menos. Crecieron los hijos y llegaron los nietos y, durante todo ese tiempo, aun sabiendo que eso estaba ahí, la vida continuó. Hasta que un día la insistencia de Martina pudo más que el recelo a lo que hallaran o recordaran.
-Vamos a sacarlos de una vez, mostrar que son reales, que aquello ocurrió, que ocurre en la actualidad. Tener esos objetos costaba y cuesta vidas todavía.
-Como quieras hija, pero será un milagro encontrar esos libros vivos -le advierte el abuelo.
La tierra se conserva húmeda tras la tormenta de la noche anterior. Un suelo blando, acogedor, que se deja romper casi sin esfuerzo. A ratos Martina hunde sus manos en el terruño, no puede evitarlo, coge un puñado y lo manosea feliz, lo huele, contiene un impulso infantil de pasar la lengua por el humus espeso. Ama la tierra tanto o más que los libros. Y su hijo la imita, hurga en la arena con su manita izquierda pero sin soltar la hoja de papel que lleva en la derecha. Porque hoy es el nieto quien estudia el mapa del tesoro, el primer dibujo, el que suscitó la hipnosis de Martina, mientras mira fascinado el agujero que se abre paletada a paletada, cada nuevo centímetro ganado al abismo aumenta su impaciencia. También le asusta, pero si pudiera se metería de cabeza en el hoyo a jugar con el barro y la lluvia de flores azules del jacarandá.
-¡Ahí está! -grita el hijo de Martina de pronto y todos quedan congelados, los gestos, las conversaciones, hasta el humo de la barbacoa se detiene. Silencio.
¿Y ahora qué?
Han aflorado los primeros paquetes, una veta, un filón entre una telaraña de raíces. Frutos del bosque invertido, del árbol del conocimiento, envueltos en bolsas de tela y plástico, muy bien ordenados, trasunto de su ubicación original en la antigua estantería de la casa.
-Tu madre los enterraba con tanto amor -dice el abuelo, asomándose también al precipicio-. Mujer, así no vamos a terminar nunca, le decía yo.
-Hay que hacerlo bien, si no para qué. Algún día volveremos y los recuperaré.
-Así sea.
-Y así ha sido
¿Y ahora qué?
Con sumo cuidado sacaron uno de los paquetes, el que parecía mejor conservado. Pero nada está a salvo del tiempo y su naturaleza. Antes de abrir la bolsa un fuerte olor ácido ya anunciaba su descomposición. El tesoro fue diseccionado sobre la misma mesa preparada para comer el asado tras retirar rápido platos, cubiertos, vasos y manteles. Todos pendientes de la delicada labor del forense en plena necropsia. Remueves la memoria y pasan estas cosas, asociaciones inesperadas. El libro y el cadáver. La madriguera y la fosa común. Los desaparecidos, tan presentes. La velada caminaba lentamente hacia el luto. Apenas se distingue el título de los textos rescatados, solo algunas páginas pueden leerse casi enteras, otras se deshacen al tocarlas. Ya no son los libros que eran pero todavía son libros, ágrafos cuentan otra historia que hasta los analfabetos o los ciegos podrán descifrar.